jueves, 27 de marzo de 2014

"El perro y el cocodrilo", de Félix María Samaniego

Bebiendo un perro en el Nilo 
al mismo tiempo corría. 
—Bebe quieto—le decía 
un taimado cocodrilo. 
Díjole el perro prudente: 
—Dañoso es beber y andar, 
¿pero es sano el aguardar
a que me claves el diente?.
¡Oh, qué docto perro viejo!
Yo venero tu sentir
en esto de no seguir
del enemigo el consejo.

"La rana y la gallina", de Tomás de Iriarte

- LX -
La rana y la gallina
Desde su charco una parlera rana
oyó cacarear a una gallina.
-«Vaya; le dijo: no creyera, hermana,
que fueras tan incómoda vecina.
Y con toda esa bulla, ¿qué hay de nuevo?
-«Nada, sino anunciar que pongo un huevo.»
-«¿Un huevo solo? ¡Y alborotas tanto!»
-«Un huevo solo; sí, señora mía.
¿Te espantas de eso, cuando no me espanto
de oírte cómo graznas noche y día?
Yo, porque sirvo de algo, lo publico;
tú, que de nada sirves, calla el pico.»
Al que trabaja algo, puede disimulárselo que lo pregone; el que nada hace, debe callar.

"La liebre y la tortuga", de Esopo

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a tan lerda criatura!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo.Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida.
Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No hay que burlarse jamás de los demás. También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.


"La cigarra y la hormiga", de Jean de La Fontaine

Cantó la cigarra durante todo el verano, retozó y descansó, y se ufanó de su arte, y al llegar el invierno se encontró sin nada: ni una mosca, ni un gusano.
Fue entonces a llorar su hambre a la hormiga vecina, pidiéndole que le prestara de su grano hasta la llegada de la próxima estación.
– Te pagaré la deuda con sus intereses; — le dijo –antes de la cosecha, te doy mi palabra.
Mas la hormiga no es nada generosa, y este es su menor defecto. Y le preguntó a la cigarra:
– ¿ Qué hacías tú cuando el tiempo era cálido y bello ?
– Cantaba noche y día libremente — respondió la despreocupada cigarra.
– ¿ Conque cantabas ? ¡ Me gusta tu frescura ! Pues entonces ponte ahora a bailar, amiga mía.
No pases tu tiempo dedicado sólo al placer. Trabaja, y guarda de tu cosecha para los momentos de escasez.

“El espíritu de emulación”, de Fernando Sorrentino

“El espíritu de emulación”, de Fernando Sorrentino

Es bastante intenso el espíritu de emulación que existe entre los habitantes del edificio de la calle Paraguay en que vivo.

     Es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o loros. El más exótico de ellos nunca fue más allá de las ardillitas o de una tortuga. Yo mismo tenía un hermoso perro de policía, que era un poco más chico que el departamento y se llamaba Josecito. Pero, además de Josecito —y esto se ignoraba—, vivía con mi mujer y conmigo una bella araña de la especie licosa pampeana.

     Una mañana, a las nueve, cuando le estaba dando de comer a mi mascota, el vecino del 7º C —a quien ni siquiera había visto nunca— vino, no sé por qué confusa razón, a pedirme el diario por un instante. Después, sin atinar a irse, se quedó un buen rato con el periódico en la mano. Contemplaba fascinado a Gertrudis, y en su mirada había algo que me hizo estremecer: era el espíritu de emulación.

     Al día siguiente me llamó para mostrarme el escorpión que acababa de comprar. En el pasillo, la mucama de los del 7º D sorprendió nuestro diálogo sobre la vida, los hábitos y la alimentación de arañas, alacranes y garrapatas. Esa misma tarde sus patrones adquirieron un cangrejo.

     Luego, durante una semana, no hubo novedad alguna. Hasta una noche en que coincidí en el ascensor con una de las vecinas del tercer piso: una joven lánguida, rubia y de mirada perdida. Llevaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relámpago estaba parcialmente fallado: por una de las roturas se asomaba cada tanto la cabecita de un lagarto overo.

     Al mediodía siguiente, cuando regresaba del almacén, por poco no se me caen las bolsas de la mano al toparme a boca de jarro con el oso hormiguero que bajaban de un camión con destino a la portería. Uno de los tantos mirones que se habían congregado murmuró —en voz lo suficientemente alta para ser oída— que un oso hormiguero no era, en realidad, un verdadero oso. La mujer del abogado tuvo un sobresalto y corrió, trémula, a refugiarse en su departamento: sólo la vi reaparecer unos días más tarde cuando, con desdén y con la faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros que acababan de traerle el oso pardo americano.

     La situación ya se me hacía insostenible. Los vecinos me negaron el saludo, el carnicero ya no me quiso fiar, todos los días recibía anónimos insultantes. Al fin, cuando mi mujer me amenazó con la separación, comprendí que no podría sobrellevar un solo día más una insignificante licosa pampeana. Desarrollé entonces una actividad sin precedentes. Pedí dinero prestado a varios amigos, hice economías indescriptibles, dejé de fumar... Así pude comprar el leopardo más maravilloso que pueda concebirse. De inmediato, el del 7º C, que no me perdía pisada, pretendió abrumarme con un jaguar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió.

     Lo que más me lastima es tratar con gente que carece de sensibilidad estética, gente que no percibe la cualidad, gente meramente cuantitativa. No hubo un solo vecino que se inclinase ante la superior belleza de mi leopardo; el mayor tamaño del jaguar les había cegado el entendimiento. En seguida, todos los vecinos, azuzados por el aire jactancioso del propietario del jaguar, se dieron a la tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer que mi humilde leopardo ya no me proporcionaba el status de otrora.

     Ante sigilosas conversaciones que mi mujer sostenía por teléfono con un caballero anónimo, advertí que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordimiento, vendí los muebles, la heladera, el lavarropas, la enceradora. Hasta vendí el televisor. Vendí, en fin, todo lo que se podía vender y compré una descomunal boa anaconda.

     Es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui el héroe del edificio.

     Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó toda mesura, echó por tierra las convenciones más respetables. En todos los departamentos fueron multiplicándose leones, tigres, gorilas, cocodrilos... Algunos hasta tenían panteras negras, esas panteras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La casa entera resonaba en rugidos, aullidos, parloteos. Pasábamos las noches en vela, resultaba imposible dormir. Los olores entreverados de felinos, cuadrumanos, reptiles y rumiantes tornaban irrespirable la atmósfera. Grandes camiones traían toneladas de carne, de pescado, de vegetales. La vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un poco peligrosa.

     Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví, después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la abertura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos de los escorpiones y de los cangrejos!

     Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios, lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo penetrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo.

     El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me encuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo guarecerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de pedirme galletitas.


viernes, 21 de marzo de 2014

El amenazado, de Jorge Luis Borges


                           Es el amor. Tendré que cultarme o que huir. 
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. 
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. 
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, 
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, 
la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, 
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño? 
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. 
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se 
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz. 
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. 
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles. 
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. 
Ya los ejércitos me cercan, las hordas. 
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.) 
El nombre de una mujer me delata. 
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

No te enamores..., Martha Rivera Garrido

No te enamores de una mujer que lee, de una mujer que siente demasiado, de una mujer que escribe... 
No te enamores de una mujer culta, maga, delirante, loca. 
No te enamores de una mujer que piensa, que sabe lo que sabe y además sabe volar; una mujer segura de sí misma. 
No te enamores de una mujer que se ríe o llora haciendo el amor, que sabe convertir en espíritu su carne; y mucho menos de una que ame la poesía (esas son las más peligrosas), o que se quede media hora contemplando una pintura y no sepa vivir sin la música. 
No te enamores de una mujer a la que le interese la política y que sea rebelde y sienta un inmenso horror por las injusticias. 
Una que no le guste para nada ver televisión. Ni de una mujer que es bella sin importar las características de su cara y de su cuerpo. No te enamores de una mujer intensa, lúdica, lúcida e irreverente. 
No quieras enamorarte de una mujer así. Porque cuando te enamoras de una mujer como esa, se quede ella contigo o no, te ame ella o no, de ella, de una mujer así, JAMÁS se regresa. 

Martha Rivera Garrido, poeta dominicana. 

Poema 20. de Pablo Neruda

POEMA 20 
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada, 
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.» 

El viento de la noche gira en el cielo y canta. 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Yo la quise, y a veces ella también me quiso. 

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. 
La besé tantas veces bajo el cielo infinito. 

Ella me quiso, a veces yo también la quería. 
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. 

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. 
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. 

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. 
La noche está estrellada y ella no está conmigo. 

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. 
Mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Como para acercarla mi mirada la busca. 
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. 

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. 
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. 
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. 

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. 
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. 
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. 

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, 
Mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, 
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Tú me quieres blanca, de Alfonsina Storni


Tú me quieres alba, 
me quieres de espumas, 
me quieres de nácar. 
Que sea azucena 
Ssbre todas, casta. 
De perfume tenue. 
Corola cerrada .

Ni un rayo de luna 
filtrado me haya. 
Ni una margarita 
se diga mi hermana. 
Tú me quieres nívea, 
tú me quieres blanca, 
tú me quieres alba. 

Tú que hubiste todas 
las copas a mano, 
de frutos y mieles 
los labios morados. 
Tú que en el banquete 
cubierto de pámpanos 
dejaste las carnes 
festejando a Baco. 
Tú que en los jardines 
negros del Engaño 
vestido de rojo 
corriste al Estrago. 

Tú que el esqueleto 
conservas intacto 
no sé todavía 
por cuáles milagros, 
me pretendes blanca 
(Dios te lo perdone), 
me pretendes casta 
(Dios te lo perdone), 
¡me pretendes alba! 

Huye hacia los bosques, 
vete a la montaña; 
límpiate la boca; 
vive en las cabañas; 
toca con las manos 
la tierra mojada; 
alimenta el cuerpo 
con raíz amarga; 
bebe de las rocas; 
duerme sobre escarcha; 
renueva tejidos 
con salitre y agua:
 
Habla con los pájaros 
y lévate al alba. 
Y cuando las carnes 
te sean tornadas, 
y cuando hayas puesto 
en ellas el alma 
que por las alcobas 
se quedó enredada, 
entonces, buen hombre, 
preténdeme blanca, 
preténdeme nívea, 
preténdeme casta.

martes, 18 de marzo de 2014

¿CUÁLES SON LAS VERDADERAS INTENCIONES DE LOS CUISES?, de Roberto Fontanarrosa

No sé si he sido claro y otros cuentos. R. Fontanarrosa

¿CUÁLES SON LAS VERDADERAS INTENCIONES DE LOS CUISES?

Mi investigación se origina, años atrás, un día viajando en auto hacia Mar del Plata, en compañía de mi
familia. Recuerdo que, de pronto, un animalejo grisáceo cruzó irresponsablemente frente a nuestro coche y
debí hacer una brusca maniobra para no atropellarlo. Ahora reflexiono y sé que mi actitud fue por demás
arriesgada, ya que en ese momento marchábamos a unos 100 kilómetros por hora, pero quedé muy
sensibilizado con los accidentes viales desde aquel día en que, con mi viejo Ford, aplasté una pelota de
goma marca Pulpo. Desde tan desdichado acontecimiento abandoné por completo la práctica del fútbol,
deporte que me apasionaba y que bien hubiese podido constituirse en mi medio de vida. El macabro suceso
con la Pulpo me impresionó de tal forma que opté por encaminar mi vida hacia la investigación etológica. ¡Y
aún no me explico cómo tuve entereza para seguir conduciendo automóviles luego de aquello! Por lo tanto,
no me arrepiento de haber salvado la vida del pequeño cuis esa tarde cuando se me cruzó en la ruta, aun a
costa de que en el vuelco que originó mi maniobra perdieran la vida mi suegra y una tía mía de avanzada
edad. La pregunta que comenzó a desvelarme desde aquel momento era: ¿Por qué el cuis arriesga su vida
cruzando un camino muy transitado cuando al otro lado de éste no ha de encontrar nada muy diferente a lo
que acaba de dejar? Simplificando, podemos decir: a un costado de la ruta el cuis tiene medio globo
terráqueo donde nacer, alimentarse, procrear y terminar sus días. No obstante eso, el pequeño conejo de
Indias decide atravesar la superficie vial aun a riesgo de su propia vida para investigar los predios del otro
lado del camino. No se trata de elefantes o de animales necesitados de espacio y que consuman alimentos
en cantidad. Está comprobado que hay cuises que subsisten en la mezquindad de pequeñas jaulas y se
alimentan con minucias. Son pequeños organismos que deberían conformarse con los ya de por sí amplios
campos en que la naturaleza los ha ubicado. Pero no es así. Ustedes los habrán visto, expectantes y
nerviosos, arracimados en los costados de la ruta, espiando entre los pajonales de las cunetas, prontos a
lanzarse sobre el pavimento procurando alcanzar el otro flanco en una suerte de ruleta rusa a todas luces
inexplicable. No son muchos los animales que reniegan tan abiertamente del lugar que les ha conferido una
equilibrada distribución natural. ¿Es acaso una falta de inteligencia lo que los lleva a eso? Permítaseme
dudar de tal aseveración. Cualquiera sabe que el cuis es el animal preferido para la investigación científica y
conozco mil casos en que estas pequeñas criaturas han colaborado eficazmente a descubrimientos
importantísimos para la humanidad. No puede hablarse entonces de ignorancia en especímenes tan
relacionados con el estudio. Mi primera inquietud se volcó hacia una temática muy zarandeada en los
estudios etológicos: el caso de especies que se suicidan. Las ballenas árticas, por ejemplo. O los leminges
nórdicos. Y allí fue donde me detuve en los leminges, ya que se trata de una especie de gran similitud con
nuestro cuis nacional. Tanta, que si un cuis desea integrarse a la colonia leminge no debe ni siquiera rendir
equivalencias. Es sabido que todos los años, en una fecha que media entre enero y noviembre, los leminges
se reúnen en un número cercano a los 70.000 y comienzan una loca carrera por los bosques hasta alcanzar
las alturas de los fiordos noruegos, desde donde se arrojan a las heladas aguas del Ártico. Esto se atribuyó,
en principio, a una tendencia suicida colectiva, quizás emparentada con una depuración natural. Sin
embargo, en el año 68, en las costas soviéticas que se hallan frente a los fiordos habitualmente empleados
por estos desdichados animalillos para lanzarse en su zambullida final, se detectó la presencia de un
leminge, en apariencia sobreviviente del holocausto. El leminge daba muestras de gran excitación y hasta
podía interpretarse que estaba contento. Se dedujo que tal vez festejaba el haber salvado la vida, pero el profesor Tapio Lappeenranta de la Universidad de Estudios Naturales de Jyväskyla (Finlandia) llegó a una
conclusión más afortunada: dicho leminge celebraba el hecho de ser el ganador de una competencia. O sea,
el tropel de leminges que año a año se abalanza como catarata incontenible por los bosques y campiñas
noruegas no lo hace con una intención suicida, sino con un sano espíritu competitivo en una justa de cross-country, que incluye el cruce a nado hasta la Rusia Comunista. El importantísimo descubrimiento mereció muy poco centimetraje en los diarios, pues se produjo el 14 de mayo de 1968, día en que, como todos sabemos, el hombre posó por vez primera sus pies en la luna.
Por lo tanto, la tendencia autodestructiva de los cuises es algo que aún está por verse. En el Centro de Ayuda al Suicida, por ejemplo, durante los largos 20 años de su funcionamiento, no se haya registrado ni un solo caso de llamados de cuises en trance de quitarse la vida.Hay asentados tres de loros, en cambio, uno de los cuales pudo ser disuadido a último momento de ingerir dos píldoras de un activo raticida.
Todo esto me conduce a pensar que los motivos que llevan a los cuises a cruzar sobre el ardiente macadam son muy otros. ¿Simple curiosidad, tal vez? Es posible, el cuis es un animal inquieto, ansioso de acumular conocimientos. Pero, a mi juicio, el impulso principal radica en las ambiciones imperiales del animalejo en cuestión. El deseo, natural al fin, de conquistar nuevas tierras, de anexar territorios. La ambición de escalar a niveles de mayor grandeza. De lograr, en el terreno militar, lo que ya tienen en el rubro científico. No nos extrañemos si, el día de mañana, la figura del cuis campea en las banderas de guerra, en los estandartes o en los escudos heráldicos. Tal vez el humilde roedor de nuestros campos esté llamado a reemplazar con su efigie a la vulgar águila o al mismo león, bestias de dudosa prosapia. ¡Quién sabe si no llegará el día en que, así como ahora mencionamos al "Oso Ruso" o al "León Inglés", seamos conocidos, por el orbe todo, como "El Cuis Americano"!

lunes, 17 de marzo de 2014

Juan Destripaterrones, de Hans Christian Andersen

Hubo una vez cierta vieja mansión de campo en la cual vivían un anciano caballero y sus dos hijos, que eran sobremanera inteligentes. Y ambos se habían propuesto casarse con la hija del Rey. Sus pretensiones se basaban en lo siguiente: la Princesa había hecho saber que aceptaría por esposo al hombre que tuviera más cosas que decir.
Los dos se tomaron una semana de preparativos, es decir, todo el tiempo deque disponían, y que por cierto era bastante dados sus conocimientos. Uno de ellos se sabía de memoria el diccionario latino, así como todos los diarios de la ciudad aparecidos en tres años y leídos hacia adelante o hacia atrás. El segundo conocía al dedillo todos los estatutos de las Corporaciones, y todo lo que debía saber un concejal, y por lo tanto se juzgaba competente para conversar sobre asuntos de Estado. Y además sabía bordar arneses, pues era muy hábil para trabajos manuales.
-Yo conquistaré a la hija del Rey -dijeron ambos a la vez, y su padre le dio a cada uno un hermoso caballo. Al que podía repetir el diccionario y los periódicos le tocó un corcel negro azabache, en tanto que al que sabía de corporaciones y bordados le correspondió otro blanco como la leche. Ambos se hungieron con aceite las comisuras de los labios para que estuvieran más flexibles.
Toda la servidumbre se reunió en el patio principal para verlos montar a caballo, y en eso estaban cuando llegó el tercer hermano, pues tres eran en realidad, sólo que nadie tomaba en cuenta al último, llamado, Juan Destripaterrones, ni le hacía cumplido alguno como a sus hermanos.
-¿Adónde vais con vuestras mejores ropas? -inquirió.
-A la corte, para obtener el favor de la Princesa. ¿No has oído las noticias que se propagan por todo el país?
Y le comunicaron las noticias.
-¡Dios nos proteja! En ese caso yo también tengo que ir -dijo Juan Destripaterrones. Y sus hermanos soltaron la carcajada y espolearon sus cabalgaduras.
-¡Padre, dadme un caballo! -rogó Juan Destripaterrones-. Yo también quiero casarme. Si la Princesa me acepta, me acepta, y si no me acepta me la llevaré lo mismo.
-¡Qué tontería! -comentó su padre-. No te daré ningún caballo. No eres capaz de decir nada que valga la pena, en tanto que tus hermanos son muchachos muy inteligentes.
-Si no me das el caballo me llevaré el chivo. Es mío, y montado en él podré ir muy bien.
Y se montó en el chivo; le aplicó un par de talonazos en los ijares y salió al galope por el camino.
-¡Allá voy! -exclamó Juan Destripaterrones dirigiéndose a sus hermanos. Y cantó hasta ponerse ronco.
Los hermanos cabalgaban en silencio. No se decían palabra porque tenían que ir acopiando las ideas que pensaban exponer más tarde, y preparar cuidadosamente sus discursos.
-¡Hola! -gritó Juan Destripaterrones-. Aquí vengo yo. ¡Ved lo que he encontrado en el camino!
Y les mostró un cuervo muerto.
-¿Y qué piensas hacer con eso, Destripaterrones? -preguntaron los dos hermanos.
-Pues dárselo a la hija del Rey.
-Sí, eso es lo que harás -afirmaron ellos, soltando ambos la carcajada.
-¡Hola! -exclamó Juan Destripaterrones-. ¡Mira lo que acabo de encontrar! No todos los días se da una cosa así en el camino.
Los dos hermanos se volvieron a ver de qué se trataba.
-Destripaterrones -dijeron-, eso no es más que un zueco viejo con la puntera rota. ¿También piensas regalarle eso a la Princesa?
-¡Claro que sí! -respondió Juan, y los dos hermanos rompieron a reír otra vez.
-¡Hola, hola! -los volvió a llamar más tarde Juan Destripaterrones-. ¡Esto sí que es maravilloso!
-¿Qué has encontrado ahora?
-¿No os parece que a la Princesa le agradará muchísimo?
-¡Vaya! -exclamaron los hermanos-. ¡Si no es más que arena de la cuneta!
-Sí; eso es. Y arena de la más fina, tanto que apenas se puede sostener en la mano.
Y Juan Destripaterrones se llenó de arena los bolsillos.
Sus hermanos siguieron cabalgando a toda la velocidad de sus caballos, y llegaron a las puertas de la ciudad una hora antes que él. Cada pretendiente de la Princesa recibía a la entrada una contraseña con el número de orden de su llegada, y luego iba a alinearse en las filas de los que esperaban; seis en cada fila, tan apretados que no podían mover los brazos. Toda la población de la ciudad se había congregado alrededor del castillo, espiando por las ventanas para ver cómo recibía la hija del Rey a sus cortejantes.
Y cada vez que uno de ellos entraba en la sala perdía la facultad de hablar.
-No sirve -comentaba la Princesa-. ¡Afuera!
Llegó el hermano que podía repetir todo el diccionario, pero mientras estaba esperando en la cola había olvidado todo lo que sabía.
El cielo raso de la sala estaba construido de espejos, lo cual hacía que el hermano mayor de Juan Destripaterrones se viera a sí mismo cabeza abajo. Junto a cada ventana se sentaban tres cronistas y un concejal, que tomaban nota de cuanto se iba diciendo, con destino a los diarios. Además, a las estufas se le había dado tanta fuerza que su parte superior estaba ya al rojo.
-Hace aquí un calor terrible -dijo el pretendiente.
-Es porque mi padre está hoy asando pollos -respondió la Princesa.
Y el hermano se quedó hecho un estúpido. No había esperado una conversación de semejante índole, y no logró idear una sola palabra que decir, precisamente en el instante en que más ingenio necesitaba.
-No sirve -dijo la hija del Rey-. ¡Afuera!
Llegó el segundo hermano.
-Hace aquí un terrible calor -comentó.
-Sí, porque estamos hoy asando pollos -repitió la Princesa.
-¿Qué... qué?... -tartamudeó el hermano. Y todos los cronistas anotaron debidamente: "¿Qué... qué?..."
-No sirve -repitió la hija del Rey-. ¡Afuera!
Entonces le tocó el turno a Juan Destripaterrones, que entró directamente montado en su chivo.
-Tienen ustedes aquí un calor asfixiante -dijo.
-Es que estamos asando pollos -dijo una vez más la hija del Rey.
-Eso me viene bien -respondió Juan Destripaterrones-, pues quizá pueda yo también asar este cuervo.
-¡Muy bien, muy bien! -dijo la Princesa-. Pero, ¿traes algo en qué asarlo? Porque no tenemos recipiente adecuado.
-Yo sí lo tengo -respondió Juan Destripaterrones-. Aquí hay una cazuela.
Y al decir esto sacó el zueco y puso el cuervo en él.
-Bien, tienes para todo un almuerzo -aprobó la Princesa-. Pero, ¿de dónde sacaremos salsa para adobarlo?
-¡Oh, yo traigo un poco en el bolsillo! Es bastante, y aún sobrará..
Y derramó un puñado de arena de su bolsillo.
-Bien, eso me agrada -concluyó la Princesa-. Tienes respuesta para todo, y aún algo que decir de tu propia cosecha. Te acepto por esposo. Pero, ¿sabes que cada palabra de la que hemos dicho ha de salir mañana en los diarios? Pues en cada ventana hay tres escribientes y un concejal, y el concejal es el peor, porque no entiende nada.
Dijo eso para asustarlo. Todos los cronistas se pusieron nerviosos y dejaron caer borrones de tinta en el piso.
-¡Ah, esos son los más instruidos! -comentó Juan Destripaterrones-. Pues voy a darle al concejal lo mejor que tengo.
Dio vuelta sus bolsillos y arrojó la arena a la cara del funcionario.
-También en eso has estado muy hábil -aprobó la Princesa-. Yo no lo podría haber hecho, pero trataré de aprender.
Y de esa manera Juan Destripaterrones llegó a ser rey, obtuvo una esposa y una corona, y se sentó en un trono. Todo eso lo sabemos por el diario del concejal, pero sobre su autenticidad no hay mucha garantía.

Lo que se dice un ídolo, de Roberto Fontanarrosa

Pedrito se apioló tarde de cómo venía la mano. Porque él podía haber sido un ídolo, un ídolo popular, desde mucho tiempo antes. Lo que pasa que el Pedro, vos viste cómo es, un tipo que se pasa de correcto, de buen tipo.
Decime vos, ocho años jugando en primera y no lo habían expulsado nunca. ¡Nunca, mi viejo nunca! Ni una expulsión ni una tarjeta amarilla aunque sea. Y mirá que liga, eh. Porque siempre fue para adelante y lo estrolaban que daba gusto. Muy respetado por los rivales, por el referí, por todos, pero le pegaban cada guadañazo que ni te cuento. y sin embargo, nunca reaccionó. mirá que más de una vez se podía haber levantado y haberle puesto un castañazo al que le había hecho el ful, o a la vuelta siguiente encajarle un codazo, pero él... nada che. Una niña. Un duque el Pedro. Claro, ¿cómo no lo iban a querer? Los contrarios, los compañeros, todos. Pero... ¿querés que te diga? No sé si era cariño, cariño. por ahí era respeto, más que nada. Respeto. ¿viste? Porque mirá que yo lo conozco al Pedro y te digo que no es un tipo demasiado fácil para acercarse, para hablar, para... ¿cómo te digo?... para que se te franquee. ¿Viste? No es un tipo que va a venir y sin que vos le preguntés nada te va a contar de algún balurdo que tiene, algún fato afectivo... no, no es de esos. Es un tipo más bien reconcentrado que, a veces, para que te cuente qué le pasa, la puta, se lo tenés que preguntar mil veces, y eso que a mí me conoce mucho.
Incluso yo a veces le decía: “No dejés que te peguen” porque me daba bronca ver cómo la ligaba y se quedaba muzarella. “No dejes que te peguen, Pedro” le decía. “Poneles una quema, meteles una buena plancha, a ver si así te van a entrar tan fuerte”.
Y me decía que no, que es muy jodido pegar siempre siendo delantero. Sí, andá a decirle al Pepe Sasía eso, andá a decirle al cordobés Willington que no se puede pegar siendo delantero. O al negro Pelé, sin ir más lejos, que tiene el record de tipos quebrados. Andá a decirle al Pepe Sasía que a los delanteros les es más difícil pegar. El Pepe te metía cada hostiazo que te arrancaba la sabiola. Le bajaba cada plancha a los fulbá que te la voglio dire. Pero al Pedro qué le iba a pedir eso. Si ni cuando se armaban esos bolonquis de todos contra todos o esos entreveros con el referí en el medio, que son ¿sabe qué? pa repartir tupido, son una uva, él se quedaba a un costado, con los bracitos en la cintura, ni se acercaba. Y en esos entreveros no hay peligro ni de que te echen, ahí te meten esos puntines en los tobillos, o te tiran del pelo, te meten los dedos en los ojos o te african un cabezazo y vale todo. Nadie vio nada. Que siga la joda. Y no era que el Pedro no se metiera de cagón, ¿eh? Porque eso sí, de cagón nunca tuvo un carajo. Un tipo que se mete en el área como se mete el Pedro, oíme, a un tipo de esos ni en pedo lo podés catalogar de cagón.
Pedro no se calentaba. Tenía eso. No se calentaba. No era un tipo que se podía calentar. Lo fajaban y se quedaba en el molde. Y la hinchada lo quería, sí, pero nada más. Cuando salía de los vestuarios, después del partido, las palmaditas, “Bien Pedro”, “Buena Pedrito”. pero ahí nomás. A veces algún cantito. O no lo puteaban demasiado cuando perdían. El Pedro siempre normal, en siete puntos, seis puntos, como diría el Flaco.
¿Sabés cuál era la cagada del Pedro? Yo lo estuve pensando. Era muy lógico. Mirá vos, era muy lógico. Nunca decía algo fuera de la lógica. Todo era, digamos, criterioso. Pensando. Lógico, todo era lógico. Me acuerdo que íbamos a jugar contra Boca, en Buenos Aires, y le preguntan qué pensaba del partido. Y él contesta que lo más probable era que perdiéramos. Que con un empate estábamos hechos. ¡Por supuesto que lo más probable cuando salís de visitante es que te hagan el hoyo, y no en cancha de Boca, en cualquiera.
Pero, viejo, qué sé yo, agrandate, decí: “les vamos a romper el culo”, “les vamos a hacer tricota”, qué sé yo. No te digo siempre, pero alguna vez, andá en ganador. No, el Pedro siempre con la justa: “La verdad que nos van a ganar”. “Si sacamos un empate estamos hechos”. “La lógica es que nos rompan el orto”.
Claro, desde un punto de vista razonable, todo lo que él decñaraba era cierto. No se le podía discutir. O cuando se perdía. Era lo mismo que cuando lo fajaban. Siempre estaba de acuerdo con el resultado. “Nos ganaron bien”, “jugando así nosotros, era lógico que nos ganaran”, “nos tendrían que haber hecho más goles”. Nunca se enojaba. Era como cuando lo fajaban los defensores. Se la bancaba siempre. Nunca ibas a leer declaraciones de que les habían afanado el partido, que los habían cagado a patadas, que les habían cagado a patadas, que les habrían cobrado un gol en offside. Nunca. ¡Te imaginás! Fue premio a la caballerosidad deportiva como mil veces.
Y cuando se armó la primera vez este fato con la mina ésa, también. Porque tampoco el Pedro era un tipo que le podías buscar una fulería en su vida privada.
Padres macanudos, ningún problema con los viejos, y la Isabel, la noviecita de toda la vida. Y pará de contar. Ni jodas, ni calavereadas, ni un chancletazo por ahí. Nada. Fue cuando le inventaron el fato ese con la Mirna Clay, la cabaretera esa. ¡Mirá vos! Justamente a Pedro venirle a inventar que se encamaba con esa mina. Al Pedro, que la Isabelita lo tenía más marcado que los fulbás contrarios. Y además, ni falta hacía marcarlo, porque para eso era un nabo. Pero vos viste que hay periodistas que ya no saben qué carajo inventar y armaron todo el verso ese de que el Pedro andaba con la Mirna Clay. ¡El quilombo que se armó! ¡Para qué! El Pedro, ahí sí, fue a la revista, chilló, tiró la bronca y los ñatos de la revista pegaron marcha atrás y desmintieron todo. Que habían sido rumores, que eran todas mulas, en fin. La cosa que el Pedro se quedó tranquilo. Y fijate que ahí yo estuve a ponto pero a punto de decirle algo, pero me callé la boca.
Dijo: “callate Negro, que por ahí la embarrás” y me callé bien la boca. Yo los conozco mucho a los viejos, a la Isabelita, ¿sabés? y preferí quedarme en el molde.
Pero mirá vos, para el tiempo, y esta otra revista empieza con la misma milonga. Con otra mina pero con la misma milonga. Ahora con la loca ésta, la Ivonne Babette, pero con el mismo verso. Que los habían visto juntos, que parecía que el Pedrito se la movía, que qué sé yo. Para colmo la mina ésta que debe ser más rápida... una luz la mina... agarró el bochín y empezó con que estaban perdidamente enamorados, que Pedro era el único amor de su vida, en fin. Se ve que armaron el estofado a partir de esa foto que salió cuando el equipo tenía que viajar a Perú y les sacaron una foto en el aeropuerto cuando justo estaba la reventada ésta que también viajaba en el mismo avión.
Para colmo la mina sale al lado de Pedro. Eran como mil en la delegación pero dio la puta casualidad que esta mina sale junto al Pedro. Y se ve que ahí armaron el estofado. Qua a la mina le viene macanudo, mirá qué novedad.
Y ahí sí, lo agarré al Pedro y le dije: “Pedrito, no hagás declaraciones. No digás ni desmientas nada. Quedate chanta, haceme caso”. Lo corrí un poco con el verso de que él no podía prestarse a ese escándalo, que él tenía que mantenerse por sobre toda esa suciedad, que no tenía que prestarse siquiera a hablar del asunto. Que ya bastante se había ensuciado antes con el balurdo anterior con la Mirna Clay. Y el Pedro me hizo caso. Lo llamaban de los diarios y él decía que no iba a hablar del asunto. Que no insistieran. Y los periodistas, que son lerdos también, se agarraron de eso que “el que calla otorga”. Y dieron el caso como comprobado. Hasta diarios más serios hablaron del caso del Pedro con esta mina. Y la mina ¡para qué te cuento! inventó cualquier boludez para darle manija al asunto. Cuando el Pedro quiso parar la cosa, ya era demasiado grande y tuvo que quedarse en el molde.
Eso habrá durado un par de semanas. La Isabelita se enojó con el Pedro y casi lo manda a la mierda, los diarios dijeron que esa pelota confirmaba el enganche del Pedro con la Babette ésta, en fin, un quilombo impresionante.
Al domingo siguiente, tenían que jugar en buenos Aires un partido chivo contra Vélez. Y al Pedro lo marca Carpani, un hijo de mil putas que le pega hasta a la madre y este Carpani lo empieza a cargar. Le decía: “¡Qué mierda te vas a voltear vos a esa mina, si vos en tu vida te volteaste ninguna!”, “ya que sos tan macho animate a entrar al área que te voy a romper la gamba en cuatro pedazos”, esas cosas. Y le tocaba el culo. Al final el Pedro, mirá como estaría, le pegó semejante roscazo que le arruinó la jeta. Le puso una quema en medio de la trucha que lo sentó de culo en el punto del penal. ¡Te imaginás lo que fue eso! Que al terrible Carpani, el choma que se comía los pibes crudos, el patrón del área, le pusieran semejante hostia en la propia cancha de Vélez, en el Fortín de Villa Luro. Lo tuvieron que sacar en camilla porque quedó boludo como media hora. Y a Pedro, más bien, tarjeta roja y a los vestuarios. Por primera vez en la vida. pero después me contaba, los de Vélez lo miraban pasar para las duchas y no decían nada, lo miraban nomás. Hasta hubo uno que le dio la mano.
Le dieron pocos partidos. Y volvió en cancha nuestra, contra la lepra. Y ahí se confirmó mi teoría. Era un mundo de gente. Muchos habían ido por el partido, pero muchos habían ido para verlo al Pedro. ¡Y cuando entró... se venía abajo la tribuna, mi viejo! “Y coja, y coja, y coja Pedro, coja” cantaban los negros. Era una locura. “Y pegue, y pegue, y pegue Pedro pegue”. Como será que hasta el Pedro se emocioná y se apartó y se apartó de los muchachos para saludar a la hinchada con los dos brazos en alto. Una locura. Ahí empezó a ser ídolo. Ahí empezó. Aunque no me lo reconozca porque nunca volvió a darme demasiada perfecto, viejo. Si no tenés ninguna fulería, si no te han cazado en ningún renuncio... ¿Cómo mierda la gente se va a sentir identificada con vos? ¿Qué tenés en común con los monos de la tribuna? No, mi viejo. Decí que el Pedrito se apioló tarde de cómo viene la mano.

LO QUE HACE UN MARIDO SIEMPRE ESTA BIEN, de Hans Christian Andersen

LO QUE HACE UN MARIDO SIEMPRE ESTA BIEN
Hans Christian Andersen


Cuento

Voy a contaros una historia que me contaron a mí cuando era niño. Cada vez que la recuerdo me parece más atractiva, pues con las historias ocurre lo mismo que con ciertas personas: mejoran con la edad.
Doy por supuesto que alguna vez habéis estado en el campo y visto una viejísima granja con techo de paja invadido por musgo y con un nido de cigüeña, pues sin la cigüeña no se concibe. Las paredes de la casa son un tanto inclinadas y las ventanas bajas, y sólo una de ésta es practicable. El horno para cocer el pan sobresale del muro, y al pie de la empalizada, bajo las ramas de un saúco, se ve un pequeño estanque en el cual chapotean unos patos. Hay también un perro, que ladra a todos los que se acercan a la casa.
Una granja exactamente así había en el campo, y en ella habitaba un viejo matrimonio de paisanos. Su heredad era pequeña, pero había en ella algo de lo cual podían prescindir: un caballo que vivía de la hierba crecida al borde del camino. El viejo paisano se servía del caballo para ir al pueblo, y más de cuatro veces sus vecinos se lo pedían prestado, tras lo cual agradecían a la pareja con algún favor o servicio. Pero los dos viejos pensaron que sería mejor vender el animal o cambiarlo por algo más útil. El problema era: ¿qué podría ser ese algo más útil?
-Tú sabes lo que más conviene, viejo -dijo la mujer-. Hoy es día de feria, de manera que podrías irte al pueblo en el caballo y venderlo, o hacer un trueque conveniente. Lo que tú hagas estará bien para mí. Vete, pues, a la feria.
Y le acomodó el pañuelo alrededor del cuello, pues eso sabía hacerlo ella mejor que él; luego le limpió de polvo el sombrero con la palma de la mano, y le dio un beso. Y el viejo partió en el caballo destinado a ser vendido o cambiado por alguna otra cosa. Y él sabía bien lo que tenía entre manos.
El calor del sol era bastante intenso, y en el cielo no se distinguía ni una sola nube. El aire arrastraba mucho polvo por el camino, por la numerosa gente que iba a la feria en carro, o a caballo, o a pie. Y no había refugio en ninguna parte.
Entre los viandantes vio el viejo a un hombre que marchaba penosamente a pie, llevando a la feria una vaca, tan hermosa como pudo serlo alguna vez vaca alguna.
"Es seguro que dará buena leche -se dijo el paisano-. Sería un buen trueque: la vaca por el caballo".
Y llamó:
-¡Eh, tú, el de la vaca! Escucha: Tengo entendido que un caballo cuesta más que una vaca, pero no importa. Si quieres, hacemos el cambio.
-Seguro que sí -dijo el hombre, y cambiaron de animal como lo habían propuesto.
El paisano podía ya volverse a su casa, pues el negocio que se proponía estaba hecho ya. Pero una vez resuelto a ir a la feria decidió seguir con su propósito aunque sólo fuera por echar un vistazo. Y continuó andando hacia el pueblo con su vaca.
Poco rato más tarde vio a un hombre que llevaba una oveja. Era una oveja linda y gorda, con excelente lana.
-Me gusta ese animal -dijo el paisano-. Junto a nuestra cerca tendrá hierba abundante, y en invierno podría dormir en la habitación con nosotros. Quizá sea más práctico tener una oveja que una vaca. ¿Cambiamos?
El hombre de la oveja no se hizo rogar, y así se cerró el trato. Y nuestro paisano siguió camino llevando su oveja.
No tardó en cruzarse con otro individuo, que llegó al camino procedente de un campo, y que traía un ganso de buen tamaño bajo el brazo.
"Ese animal estará muy bien -se dijo- chapo-teando en el agua junto a nuestra casa. Le vendrá de perilla a mi vieja. Ella sabrá cómo aprovecharlo; muchas veces la he oído decir: «¡Siquiera tuviésemos un ganso!» Ahora es la ocasión de que tenga uno". Y dirigiéndose al hombre le dijo:
-¿Cambiamos? Te daré mi oveja por tu ganso, y todos contentos.
El otro no opuso la menor objeción. Y dicho y hecho: cambiaron de animal, y el paisano quedó dueño del ganso.
Para entonces ya estaba cerca del pueblo, y cada vez se veía más gente en el camino, tanto que era ya una verdadera aglomeración de hombres y ganado. Avanzaban por el camino, junto a las empalizadas, y al llegar a la barrera aún se internaban en un campo de papas propiedad del guardián que cobraba el derecho de paso. El guardián tenia allí una gallina que se pavoneaba con un cordel atado a una pata, para evitar que se espantara de la muchedumbre y se perdiera. La gallina parpadeaba con ambos ojos y parecía muy ladina. "Cloc, cloc", decía, y yo no podría traducir esas palabras, pero lo que se dijo el paisano fue:
"Esa es la más hermosa gallina que he visto en mi vida. Más hermosa que la clueca de nuestro párroco. Palabra que me gustaría tener esa gallina. Siempre encontraría unos granos para comer, y se mantendría casi por sí misma. Sería un buen negocio si pudiera obtenerla a cambio de mi ganso.
-¿Cambiamos? -preguntó al guardián que cobraba el derecho de paso.
-¿Cambiar? -dijo el hombre-. Bueno, no estaría mal del todo.
Y cambiaron. El guardián se quedó con el ganso, y el viejo paisano se llevó la gallina.
Bien; ya había hecho bastantes negocios en su camino a la feria, y se sentía cansado y con mucho calor. Necesitaba algo de comer y un vaso de bebida, y no tardó en verse ante la entrada de la hostería. Estaba a punto de entrar cuando vio salir al hostelero, y ambos se encontraron en la puerta. El hostelero llevaba una bolsa.
-¿Qué llevas en esa bolsa? -inquirió el paisano.
-Manzanas podridas. Una bolsa entera, o sea lo bastante para que coman los cerdos. 
¡Vaya, qué desperdicio! Me gustaría llevárselas a mi mujer. El año pasado nuestro manzano viejo dio una sola fruta, y la guardamos en el aparador hasta que estuvo completamente podrida e inservible. "Siempre es nuestra propiedad", decía mi mujer.
Pues aquí podrá ver bastante propiedad: una bolsa llena. Sí, me gustaría mucho mostrárselas.
-¿Y qué me darás por la bolsa? -preguntó el hostelero.
-¿Qué te daré? Te daré mi gallina en cambio.
Y como lo dijo lo hizo: le dio la gallina al hostelero y se quedó con la bolsa de manzanas, con la cual entró en el salón. Arrimó la bolsa cuidadosamente contra la chimenea y se sentó a la mesa. Pero la chimenea estaba encendida, y él no había reparado en ese detalle.
En el salón había muchos clientes: tratantes de caballos, ganaderos, y dos ingleses, tan ricos éstos que las monedas de oro les abultaban y casi reventaban los bolsillos.
¡Sssss! ¡Sssss! ¿Qué pasaba junto a la chimenea? ¡Las manzanas estaban empezando a asarse!
-¿Qué es eso? -preguntó alguien.
Vaya, ¿no lo ven ustedes? -respondió el paisano.
Y narró a los presentes toda la historia del caballo que había cambiado por una vaca, y lo que siguió hasta las manzanas.
-¡Pues tu vieja te va a dar una real paliza cuando llegues a casa! -exclamó uno de los ingleses-. Habrá un buen bochinche cuando eso ocurra.
-¿Qué? ¿Darme qué? -replicó el paisano-. Lo que ella me dará es un beso, diciendo: "Lo que hace un buen marido siempre está bien".
-¿Apostamos? -propuso el inglés-. ¡Cien libras!
-No -repuso el paisano-. Yo sólo puedo apostar la bolsa de manzanas. Y me parece que estoy colmando la medida.
-¡Aceptado!
Y quedó concertada la apuesta. Los dos ingleses subieron a un coche, seguidos por el paisano, y el carruaje no tardó en detenerse ante la granja.
-Buenas tarde, vieja.
-Buenas tardes, viejo.
-Hice el cambio.
-Sí, tú sabes lo que haces -dijo la mujer. Y le dio un abrazo, sin reparar para nada en los desconocidos, ni fijarse en la bolsa.
-Conseguí una vaca a cambio del caballo -dijo el viejo.
-¡Gracias a Dios! Tendremos riquísirna leche, y además queso y manteca. ¡Es un cambio de lo más productivo!
-Sí, pero cambié la vaca por una oveja.
-¡Ah, pues eso es mejor todavía! Siempre piensas en todo. Tenemos pastos suficientes para una oveja. No faltarán leche y queso, y además chalecos de lana y medias. La vaca no da nada de esto. ¡Cómo piensas en todo!
-Pero es que di la oveja a cambio de un ganso.
-Pues entonces este año comeremos de verdad ganso asado, querido viejo. Siempre estás ideando algo para agradarme. El ganso lo tendremos por aquí suelto para que engorde un poco más antes de comerlo.
-Pero di el ganso por una gallina -siguió diciendo el viejo.
-¿Una gallina? ¡Qué excelente cambio! Pondrá huevos, y los empollará, y tendremos pollos. ¡Todo un gallinero! ¡Justamente lo que yo deseaba!
-Sí, pero cambié la gallina por una bolsa de manzanas arruinadas.
-¡Vaya! ¡Pues te has ganado un beso! ¡Mi querido esposo! Ahora voy a decirte algo: apenas me habías dejado esta mañana cuando empecé a pensar en qué cosa agradable podría servirte esta noche. Se me ocurrió que podía ser panqueques con hierbas olorosas. Tenía huevos, y también tocino, pero me faltaban hierbas. Fui a casa del maestro de escuela, pues sé que allí tienen de esas hierbas. Pero la maestra es una mujer muy tacaña, con todo su exterior bondadoso. Le pedí que me prestara un puñado de hierbas. "¿Prestar?", me respondió. "En mi huerto no crece nada, ni siquiera una manzana arruinada". Pues ahora yo le podré prestar a ella diez manzanas de ésas, más aún: toda una bolsa. Por eso, me alegra mucho tu cambio.
Y tras esas palabras dio al paisano un resonante beso.
-¡Me gusta! -exclamaron los dos ingleses a la vez-. ¡Siempre barranca abajo, y siempre alegre! ¡Eso vale bien el dinero!
Y pagaron las cien libras de oro al paisano, que no había recibido rezongos, sino besos.
Sí; siempre es feliz una pareja cuando la esposa ve y asegura que su marido sabe lo que conviene, y que todo lo que él hace está bien.
Ya véis, ésa es mi historia. La oí cuando era niño. Y ahora la conocéis también vosotros, y sabéis que "lo que hace un buen marido siempre está bien".