lunes, 13 de abril de 2015

"El caminante", de Alejandro Dolina

EL CAMINANTE
(A. Dolina)

(I)
Cualquier dictamen sobre la persona de Tomas Dorkas es necesariamente apresurado.
Puedo garantizar, eso sí, su calvicie y su estatura exigua.
La primera vez que lo vi, fue en la calle Bacacay. Por comodidad literaria, podría
mentir que andaba yo sin rumbo fijo. La verdad es que -como casi siempre- dudaba
entre algunos rumbos posibles.
Dorkas apareció a mis espaldas e hizo oír su voz chillona.
-Tenga cuidado, amigo. Este barrio está lleno de brujas. No le conviene caminar cerca de las paredes.
Mientras hablaba, se movía a mi alrededor con paso gimnástico.
-Yo si fuera usted, buscaría la luz de la avenida. Aquí suceden cosas muy extrañas.
Después de esta frase, ensayó una carrerita y me sacó como cuarenta metros de
ventaja.
Yo apuré el paso y, tal vez por cortesía, le grité :
- Espere... Si quiere decirme algo, dígamelo del todo... Deténgase, por favor.
- Ese es el punto... no puedo detenerme. Y no es una metáfora. Quiero decir que me resulta enteramente imposible dejar de caminar.
El hombre se creyó en el caso de ilustrar sus palabras con movimientos ostensibles.
Empezó a trotar en zig-zag, mientras reclamaba con miradas insistentes un gesto de comprensión.
- Pero, ¿por qué no puede detenerse?
- Si me hace el favor de acompañarme un rato, se lo explicaré.
Doblamos por Artigas hacia el norte. Tuve la sensación de que Dorkas usaba su paso como recurso expresivo. Marchaba más lentamente en los silencios. Enfatizaba pisando fuerte. Cuando no encontraba una palabra, su andar se hacía sinuoso. Y si trataba de recordar algún detalle olvidado directamente retrocedía.
Me llamo Tomas Dorkas y vivo en todas partes. Así como me ve, yo he sido un gran seductor. He tenido muchas mujeres, no es por presumir. Las amaba por un tiempito y después las abandonaba. Trataba de lograr que se enamoraran mi y cuando estaba seguro de ello, desaparecía.
Dorkas subrayaba la inconstancia de sus amores subiendo y bajando del cordón de la vereda.
- Pero un día, tuve la desgracia de encontrarme con La Bruja. Por si usted no lo sabe, se trata de la mujer más hermosa del mundo. En verdad, ella también disfrutaba provocando amores desgraciados. Yo me enamoré vergonzosamente. Era capaz de cumplir las comisiones más indignas, con tal de complacerla. Una noche me comunicó su decisión de abandonarme en los términos más crudos. Entonces me desesperé. Me arrastré como un gusano. Imploré supliqué. Y luego me ejercité en el reproche minucioso. La Bruja resolvió castigar mi estupidez: me hechizó. Me hechizó del modo espantoso que usted puede ver. Estoy condenado a caminar perpetuamente.
No puede evitar algunas indagaciones burguesas.
- Disculpe, señor Dorkas. Pero... ¿cómo hace usted para vivir al trote? Hay ciertas cosas...
- Si, ya sé. Todos preguntan lo mismo. Uno se acostumbra. No quiero escandalizarlo con detalles: puedo decirle que me las arreglo bastante bien. Por ejemplo, puedo dormir caminando. Lo malo es que a veces me despierto en lugares totalmente desconocidos.
- ¿Y no hay ninguna forma de romper el hechizo?
Claro que sí. Los Brujos de Chiclana me han dicho que para liberarme, debo encontrar cinco cosas. Desde luego, se trata de hallazgos casi imposibles.
- A ver.
Primero: una copa del licor del recuerdo...
Segundo: localizar una de las entradas del infierno...
Tercero: conseguir la cigarrera de níquel que garantiza el amor de las mujeres...
Cuarto: encontrar a alguien que ame a la bruja más que yo...
Quinto: estrechar la mano de Manuel Mandeb.
- Creo que los Brujos de Chiclana se han burlado de usted. Jamás podrá cumplir.
Y ahora si me permite, su conversación es muy interesante, pero estoy empezando a cansarme.
No se preocupe, estoy acostumbrado. Siempre sucede lo mismo. Ya nos encontraremos: algo me dice que usted va a ayudarme.
- ¿Qué le hace pensar tal cosa?
Dorkas empezó a explicármelo. Pero la esperanza le aceleraba el paso y ya no pude seguirlo. Me senté en un umbral y dejé que se fuera hablando solo.
(II).
La segunda vez que me encontré con Dorkas, ya era invierno. Me pareció que
caminaba más ligero que antes. Llevaba en la mano una botellita verde.
- Salud, amigo... ¿Quiere un traguito?
- ¿Ginebra?
- Licor del recuerdo, caballero. Mójese los labios y el pasado estará con usted.
- Gracias. Pero creo que no lo necesito. El pasado siempre está conmigo.
Empezó a correr hacia atrás como un loco, mientras me gritaba: El universo tiende al olvido. La memoria es apenas una resistencia efímera. La vida es una resistencia efímera. Beba conmigo. Volvió a los saltos y me ofreció la botella. No tuve más remedio que apurar un sorbo.
- ¿Y ? ¿Recuerda algo?
- Yo siempre recuerdo lo mismo, Dorkas.
- Usted me ayudó a hacer el primer milagro, que es el más difícil. En verdad es el único milagro. Una vez que uno camina sobre las aguas, ya nada resulta imposible.
- ¿Por qué dice que yo lo ayudé ?
- No me haga explicar dos veces la misma cosa.
Galopó hacia el norte y se perdió en la noche.
(III).
Acompáñeme, amigo. Creo que estoy en condiciones de mostrarle una de las entradas del infierno.
Yo estaba de mal humor, como casi siempre en aquel tiempo.
- La ingenuidad cósmica es insoportable, Dorkas. Para usted, cualquier jarabe es licor del recuerdo, cualquier cigarrera es mágica, cualquier agujero en el piso es la entrada del infierno. No se engañe. No hay milagros.
Dorkas empezó a caminar a mis espaldas tal vez para argumentar mejor. - Me extraña que un hombre como usted no comprenda que los milagros se cumplen de un modo misterioso, poético, simbólico. Quien no tenga fe poética, nunca verá un milagro, ni aunque se lo hagan delante de las narices.
- Salga de ahí con las alegorías. Uno quiere ser inmortal y tratan de contentarlo con el recuerdo que dejará en los otros. Uno quiere volar y le hablan de pensamientos espirituales. Uno quiere conversar con los muertos y debe conformarse soñando con su abuelo.
- Venga conmigo y verá un prodigio constante y sonante.
Con un trote que no admitía réplica, me paseó por todo el barrio. Cada tanto se daba vuelta y trataba de apurarme con voces de aliento.
- Vamos, vamos. Si no me falla el cálculo, las puertas del tártaro están por abrirse.
Pasamos frente a una casa pardusca en la calle Bogotá
- Es aquí. Esperemos.
Yo me senté en el cordón de la vereda de enfrente. Dorkas empezó a caminar de
esquina a esquina. Pasaron horas.
Cerca de las dos de la madrugada, la puerta se abrió y apareció una mujer alta, vestida de negro. Dorkas se me acerco al galope.
- Tenga mucho cuidado.....
- Es solamente una mina.
- Si tiene valor, mírela de cerca.
Cruce la calle. La mujer ya caminaba hacia el norte. Me puse a su lado. Ella se detuvo bruscamente y me miró. Era el diablo.
(IV).
Durante varios meses no tuve noticias del caminante. Todas las noches me daba una vuelta por la casa de la calle Bogotá, con la esperanza de cruzarme con aquella mujer que, según Dorkas, era el diablo.
No pude volver a verla. Pero sí vi salir a muchos hombres. Calculé que serían
demonios, ya que los réprobos no pueden ausentarse del infierno a su capricho. Parando la oreja, me pareció escuchar lamentos y quejas de los condenados que seguramente ardían en las habitaciones del fondo.
Debo confesar que estaba obsesionado con aquella hembra. No podía pensar en otra cosa. Mis amigos me evitaban. Había dejado mi trabajo. Me había enamorado del modo más ruin.
Una noche de carnaval. Busqué distraerme con una pechugona que conocí en la plaza. Mientras la inspeccionaba distraídamente en un portón, oí a mis espaldas la voz del caminante perpetuo.
- Alegría, alegría -gritó y me mojó con un pomo.
Estaba disfrazado de El Zorro. La casaca le había quedado mal abotonada y fuera del pantalón, como fatalmente ocurre cuando uno se viste caminando. -Gusto en verlo, Dorkas. Le presento a mi amiga. La pechugona sonrió mientras se acomodaba la ropa.
El hombre estableció una órbita alrededor de un árbol.
- Mire lo que tengo.
Sacó del bolsillo una cigarrera.
- Este objeto, señor mío, permite a su poseedor alzarse con el amor de todas las
damas.
- ¿De todas ?
Me esforcé en argumentar que no era deseable ser amado por la totalidad de las
señoras. Sino más bien por aquellas que uno mismo eligiese. Pero Dorkas me cortó en seco.
- No piense que usaré la cigarrera para expandir mi serrallo. Usted bien sabe que sólo pretendo romper el hechizo de la bruja.
- ¿Cómo la consiguió?
- En la calle Condarco, por supuesto
- Sea prudente, Dorkas Este barrio esta lleno de charlatanes y de falsos hechiceros que se aprovechan de las personas demasiado crédulas. ¿Cómo sabe que esa cigarrera es mágica?
- No lo sé. Tan sólo lo deseo.
Dio media vuelta y marchó a paso vivo por el empedrado. Yo me dispuse a reanudar mis caricias callejeras, pero la pechugona, sin saludar siquiera, corrió tras de Dorkas, lo tomó del brazo y me abandonó para siempre.
(V).
Recién en el otoño volví a ver a la mujer de la calle Bogotá. Salía al caer la noche y yo caminaba a su lado trenzando frases ingeniosas hasta que ella me pedía explícitamente que la dejara en paz. Por fin, al cabo de largas semanas de humillación, conseguí que se sentara conmigo en un banco de la estación de Flores. Supe su nombre: María. Casi no me dijo otra cosa. Me escucho distraídamente durante algunos minutos y después se fue. A partir de entonces mi guardia frente a la casa se hizo perpetua. La acechaba sin disimulo. Gracias a mi pertinencia pude lograr que aceptara modestas invitaciones. Al menos una vez por semana, nos sentábamos a conversar. Ella advirtió inmediatamente que tenía poder sobre mí. Y encontró solaz ejerciéndolo. Solía indagar con fervor la naturaleza de mis sentimientos, empujándome a la confesión. Fingía dudar de mi sinceridad y me obligaba a la promesa y al juramento. Entonces, cuando yo esperaba la revelación de su amor, cuando yo creía que iba a besarme me hablaba de otros hombres o de asuntos sin importancia o se iba.
En mi estupidez, insistía en hacer ostensible mi desesperación. Me le mostraba tétrico, vencido. Coqueteaba con mi desdicha y lucía ese ingenio resentido de los que creen que su fracaso es injusto.
Cuando María calculaba que mis fuerzas se iban agotando, encendía mi esperanza con mínimas señales de afecto. El sólo roce de su mano me ilusionaba de un modo vergonzoso. Los pocos amigos que aún me quedaban debían soportar tediosos informes sobre el asunto.
Una tarde de invierno yo vigilaba bajo la lluvia. Hacia semanas que no veía a María. Estaba sucio y mal dormido. Temblando de frío, murmuraba, a modo de ensayo, unos reproches siniestros que venía preparando. Tomas Dorkas llegó gambeteando baldosas flojas.
- Ya está. El cuarto milagro está cumplido. Encontré a un hombre que ama a la hechicera más que yo.
- ¿Y quién es ese estúpido?
- Usted.
(VI).
Asombrar con gestos amorosos a una persona que nos rechaza es, ante todo, una
grosería. Así como el que confiesa sus secretos íntimos al compañero de asiento, como el que hace regalos demasiados caros, me postulé ante María. Ella, cuando se aseguró de mi completa obsesión, me despidió irrevocablemente.
Una vez cumplidas todas las maniobras de la indignidad, me encargue de manipular las cenizas de aquella historia para que parecieran restos de un gran amor. Inventé un tiempo de plenitud que nunca existió. Me obligué a suponer que María me amaba pero se resistía a admitirlo, en virtud de vaya a saber que jarabes psicológicos. Se me puso en la cabeza que era buena. Puse en plural sensaciones que fueron solamente mías.
Una madrugada de octubre, volví a encontrarme con Dorkas. Marchaba, cosa infrecuente, con paso fatigado. Me dio la mano a la pasada.
- Gusto en verlo - le dije -. Veo que sigue tan hechizado como siempre.
En silencio fue hasta la esquina y volvió.
- No crea. Me parece que ya cumplí los cinco encargos de los Brujos de Chiclana. El licor, la entrada del infierno, la cigarrera. el enamorado.....
- ¡Objeción! - le grite -. Yo estoy enamorado, pero no de la Bruja. Si no de María.
- Todas las mujeres que lo rechazan a uno son La Bruja.
- Usted llegó a sugerir que María es el diablo.
- Todas las mujeres que lo rechazan a uno son el diablo.
- Usted parece pensar que toda frase sonora es verdadera. Además, si no calculo mal, le falta estrechar la mano de Manuel Mandeb.
- Acabo de hacerlo - dijo Dorkas -. Usted no me engaña. En este barrio todos conocen las historias de Mandeb, pero nadie lo ha visto jamás. Usted es Manuel Mandeb. Usted es Jorge Allen. Usted es Salzman y Castagnino. Usted quisiera ser filósofo, ser poeta, ser músico, ser jugador, pero apenas si se atreve a contar historias, dándose aires de no creerlas del todo.
- Esa es otra de sus alegorías. Claro que en cierto modo soy Mandeb como en cierto modo soy la emperatriz de Bizancio. Pero, según se ve, los brujos de Chiclana no se contentan con metáforas. Usted no cumplió.
- Le aseguro que cumplí.
- Y entonces, si ya rompió el hechizo, ¿por qué no se detiene ?
Dorkas empezó a pisar más fuerte que nunca.
- Hay algo que usted debe saber: todos estamos condenados a un hechizo cósmico. El universo es irremediablemente fugitivo. Nadie puede detenerse. Salvo que usted sea tan estúpido como para creer que detenerse es esto.
Y se plantó, firme como una estatua, delante de mí.