martes, 19 de noviembre de 2013

"Estar enamorado", por Alejandro Dolina

Estar enamorado es una porquería, estar enamorado es una basura, se siente uno mal, no reacciona inteligentemente, pierde la facultad de especular porque con toda inocencia toma el corazón y lo deja de propina en cualquier lado.
En cambio cuando uno no esta enamorado es vivo, es atrayente, es imaginativo, especula, se retira a tiempo, avanza cuando tiene que avanzar, es brillante, tiene esa crueldad, esa maravillosa crueldad que tanto enamora, y que cuando uno esta enamorado pierde.
El enamorado dice voy a ser cruel y resulta patetico. Ensaya retiradas que duran cinco minutos al cabo de los cuales llama por teléfono como un perro arrastrándose.
Cuando uno esta enamorado pierde poder, pierde mucho poder, del que necesita para enamorar precisamente.
De modo que se da esta paradoja, cuando uno mas necesita este poder no lo tiene, y cuando uno lo tiene, no le interesa tenerlo o a lo mejor lo usa nada mas que para enamorar giles, de gusto, por que si, para matar el tiempo…

jueves, 9 de mayo de 2013

Guía de preguntas para “Mitos Clasificados I”


Guía de preguntas para “Mitos Clasificados I”

I. Introducción a la mitología
1)      ¿Qué es un mito?
2)      ¿Cómo era la religión griega?
3)      ¿Cómo eran sus dioses?
4)      ¿Cómo era la vida después de la muerte para los antiguos griegos?
5)      ¿Qué eran sus héroes?

II. Orfeo y Eurídice
1)      ¿Qué atributos tiene Orfeo? ¿En qué arte se destaca?
2)      ¿Qué causa la muerte de Eurídice y por qué?
3)      ¿Cómo Orfeo logra llegar al mundo subterráneo? Narrar.
4)      ¿Qué condición ponen los dioses subterráneos para devolver a Eurídice a la vida y por qué?
5)      ¿Por qué las bacantes despedazan a Orfeo?

III. Filemón y Baucis
1)      ¿Por qué Zeus y Hermes bajan a la tierra?
2)      ¿Para qué no visten sus verdaderas ropas?
3)      ¿Cuál es el motivo por el que estos dioses no son recibidos en las casas?
4)      ¿Cómo los ancianos agasajan a sus huéspedes?
5)      ¿Cómo los dioses premian la beneficencia de los ancianos y castigan la falta de hospitalidad del resto de los habitantes de pueblo?

IV. Teseo y Ariadna
1)      ¿Cuál es el tributo que debe Egeo a Minos? ¿Por qué lo debe?
2)      ¿Por qué Teseo desea ir a Creta?
3)      ¿Quién es el verdadero padre de Teseo?
4)      ¿Cómo Ariadna ayuda a Teseo para cumplir con su misión?
5)      ¿Por qué el héroe abandona a Ariadna?
6)      ¿Por qué y cómo muere Egeo?

V. Dánae y Perseo
1)      ¿Cuál es la profecía de la pitonisa?
2)      Teniendo en cuenta la profecía, ¿qué decisión toma Acrisio?
3)      ¿Quién realiza un hecho sobrenatural con Dánae en su cautiverio?
4)      Al ver Acrisio que su hija dio a luz a un niño, ¿qué decide hacer?
5)      ¿Quién rescata a los náufragos? ¿Qué hace luego con ellos?
6)      ¿Cuáles son los sentimientos de Polidectes hacia Dánae y cuáles hacia Perseo?
7)      ¿Qué desafío lanza el rey de Sérifos hacia Perseo?
8)      ¿Qué cinco objetos utiliza el héroe para cumplir con su misión? ¿Cómo son obtenidos cada uno de ellos?
9)      Al volver Perseo a Sérifos, ¿qué ocurre con el rey y sus guardias?
10)  ¿Cómo se cumple la profecía de la pitonisa?

VI. Edipo
1)      ¿Cuál es la profecía del oráculo acerca de Edipo?
2)      ¿Qué decisión toma Layo?
3)      ¿Por qué el soldado no cumple con la orden del rey?
4)      ¿Qué hace Edipo cuando se entera de la profecía en Delfos?
5)       Camino a Tebas, ¿con qué monstruo se encuentra Edipo y que ocurre? Describir al monstruo.
6)      ¿Qué enigma plantea el monstruo y cómo lo resuelve Edipo?
7)      ¿Con quién se casa Edipo en Tebas?
8)      ¿Qué hace Edipo cuando se entera de la verdad? ¿Por qué lo hace?

VII. Antígona
1)      ¿Quién relata la historia?
2)      ¿Cuál es el problema entre Polinices y Eteocles? ¿Qué pacto se ha roto?
3)      Luego de la batalla entre los hermanos, ¿qué postura y decisión toma Creonte?
4)      ¿Qué resolución toma Antígona entonces?
5)      ¿Cuáles son las consecuencias que traen las determinaciones de ambos, Creonte y Antígona
6)      ¿Qué opinan ustedes acerca de los procederes de Antígona, Creonte, Eteocles y Polinices? ¿De qué lado se pondrían ustedes?

VIII. Paris y Helena
1)      ¿Qué boda se celebra en el Olimpo? ¿A quién no se invita a la fiesta y por qué?
2)      ¿Cómo se toma venganza la Discordia? ¿Qué consecuencias conlleva dicha venganza?
3)      ¿Cuál es la decisión de Zeus entonces?
4)      ¿Qué motiva a Paris a realizar su elección?
5)      ¿Cómo es la situación en Esparta respecto de Helena?
6)      Luego del rapto de Helena, ¿qué se concierta entre los griegos?

IX. La cólera de Aquiles
1)      ¿Cuál es el problema entre Agamenón y Aquiles?
2)      ¿Qué resolución toma Aquiles entonces?
3)      ¿Cómo responde Aquiles al llamado de ayuda de los griegos, durante la guerra?
4)      ¿Cuál es el resultado de la pelea entre Héctor y Aquiles?
5)      ¿Cuál es el motivo por el cual se desata la ira de Aquiles?
6)      ¿Cómo se da la muerte de Aquiles? ¿A manos de quién? ¿Por qué el talón era su punto débil?

X. El caballo de Troya
1)      ¿Cuál es la profecía de Calcante?
2)      ¿Qué idea tiene Ulises? ¿Qué diosa lo aconseja?
3)      ¿En qué ayuda Sinón? ¿Funciona su ayuda?
4)      ¿Por qué nadie escucha a Casandra entre los troyanos?
5)      ¿Cómo se lleva a cabo la destrucción de Troya?

XI. Penélope y Ulises
1)      ¿Cuánto tiempo Ulises se pasa fuera de su tierra, Ítaca?
2)      ¿Cuál es la situación de Penélope mientras la ausencia de su esposo?
3)      ¿Qué diosa ayuda a Ulises para regresar? ¿Cómo lo hace?
4)      ¿Qué estrategia utiliza Penélope para retrasar la intención de los pretendientes?
5)      ¿Cuál es el desafío que lanza Telémaco contra los pretendientes?
6)      ¿De qué manera  Penélope reconoce a Ulises? ¿Cómo es el fin de esta historia?

Guía de lectura: Los Caballeros de la Rama de Marcelo Birmajer


Guía de lectura
Los Caballeros de la Rama de Marcelo Birmajer

El verdadero motivo de los campesinos
1.     ¿Con qué cuento se relaciona el relato?
2.     ¿Cuáles son sus principales diferencias?

La hermana de la Bella Durmiente
3.     ¿Por qué y para qué se convoca al profesor Emil Strogonoff?
4.     ¿Cuál es la situación que plantea el profesor?
5.     ¿Por qué la bruja maldice a la princesa?

El otro zapato de Cenicienta
6.     ¿Qué confiesa la reina al rey?
7.     ¿Qué debería haber tenido en cuenta el rey para reconocer a Cenicienta?
8.     ¿Qué creen ustedes que estaba por decir la verdadera Cenicienta antes de la sublevación de los reinos vecinos?

Romo
9.     ¿Qué elemento le regala Merlín a Romo? ¿y qué características tiene?
10.                       ¿Cuál es la decisión de Romo al ver fracasar a sus competidores?
11.                       ¿Qué le aconseja Merlín al final del relato?

La felicidad de la princesa
12.                       ¿Cuál es el problema de la princesa? ¿Cómo afecta esto a la gente que la rodea?
13.                       ¿Qué solución plantea Merlín? ¿Cómo lo hace?
14.                       ¿Qué efecto surten en la princesa las palabras del mago?

El otro Cyrano
15.                       ¿Cuál es la historia original de Cyrano de Bergerac? Resumir.
16.                       Este cuento presenta una serie de malos entendidos, ¿qué cree cada personaje y cuál es la realidad hacia el final?

Los Caballeros de la Rama
17.                       ¿Cuál es el motivo que reúne a los Caballeros?
18.                       ¿Por qué Romo quiere ser uno de ellos?
19.                       ¿Qué le aconseja Merlín?
20.                       ¿Por qué Romo no se va con los Caballeros?

Los terrenos
21.                       ¿Cuál es el principal conflicto que sucede en el Fiordo?
22.                       ¿Cómo lo soluciona Merlín?
23.                       ¿Qué sucede luego entre los nuevos habitantes del Fiordo?
24.                       ¿Cuál es la moraleja o enseñanza que nos deja este relato?

Un secreto
25.                       ¿Quién cuenta la historia? ¿En qué persona gramatical se encuentra?
26.                       ¿Qué nos dice el narrador acerca del secreto y el cuento?
27.                       ¿Cuál es la historia de la Bella y la Bestia? Resumir.

Por qué no existen las brujas
28.                       ¿A qué le tienen miedo las brujas?
29.                       ¿Por qué los humanos ya nos les temen?
30.                       ¿Cuál es la propuesta de Agatha? ¿Para qué propone eso?

La Escuela de los Genios
31.                       ¿Para qué sirve la Escuela de Genios?
32.                       ¿Qué le molesta a Tasmán?
33.                       ¿Qué le propone entonces el maestro?
34.                       ¿Cuáles son las enseñanzas que obtiene Tasmán en su viaje?

En una cárcel lejana
35.                       ¿Cuál es el crimen de los sastres? Resumir.
36.                       Según Paco, ¿Quién realmente ha sido el malvado? ¿Por qué lo ha hecho?
37.                       ¿Cuál es la reflexión o enseñanza que nos deja Paco hacia el final del relato?

El catalejo
38.                       ¿Cuál es el propósito de la obra de Rodrigo? ¿Qué piensa él de ella?
39.                       ¿Qué le dice Merlín al respecto?
40.                       ¿Cuál es la historia del catalejo? Resumirla.
41.                       ¿Por qué a veces Merlín mira por el catalejo?

El sendero de migas de pan
42.                       ¿Este texto es un cuento? ¿Por qué?
43.                       ¿Quién es el narrador de este texto? Preste atención a las iniciales que aparecen al final del relato.
44.                       ¿Cuál es la reflexión del narrador? ¿Qué mensaje nos deja?

lunes, 8 de abril de 2013

¿Realmente estás haciendo lo que te hace feliz?


Video para reflexionar en lo que estamos haciendo en este preciso momento.
Además muestra comparativamente tres generaciones, tres modelos de vida, con sus metas y objetivos.
Vale la pena verlo.

sábado, 16 de marzo de 2013

La yacuaregazú, cuento de R. Fontanarrosa


Cuando el hombre sintió el pinchazo en la axila, pegó un grito y se desmoronó sobre la hojarasca del sendero.
—¿Qué pasa? —preguntó, alarmada, su mujer. 
Edema era una misionera de edad indefinida, de una flacura lindante con lo esquelético, que venía cargando desde Ipuberá con un yacaré de 18 kilos, vivo, comprado en el mercado de la plaza.
—Una yacuaregazú— jadeó el hombre, sentado en el suelo, revisando frenéticamente entre los pliegos de su camisa de brin.
—¿Te picó?
—Me picó.
Edema sabía preparar el yacaré en rodajas no más anchas que la palma de una mano, sazonadas con cebollas angurí y trozos de mandioca. O arrollado, atado como un matambre para evitar que se escape, en caso de no estar bien muerto, tras el primer hervor. Más de una vez le había ocurrido cuerear un yacaré, quitarle las entrañas, salarlo y verlo luego salir huyendo con una gallina entre los dientes, al primer descuido. 
"Yacaré mboró pubé" solía decir Edema, y no le faltaba razón.
—¿Dónde te picó?
—Acá —señaló el hombre bajo su brazo. 
Transpiraba copiosamente, por el calor oprobioso de la selva y por el miedo. Sabía que pronto empezaría a orinar saliva, uno de los primeros síntomas de la expansión del veneno en su cuerpo.
—Mirá —volvió a señalar— se me ha endurecido esto. Tengo un promontorio duro y redondo como una bola.
—Eso es el codo.
—Me picó en el sobaco —informó el hombre, y por un momento pareció que estuviera hablando de otro.
—No sé cómo pudo meterse ahí.
Pero él sabía que las yacuaregazú buscan los lugares oscuros y pilosos para dormitar. Húmedos también. Tal vez el hombre la había molestado, sin querer, al ajustarse la correa del machete, o se había rascado.
Edema sabía preparar el yacaré en torrejas, a las que acompañaba con arroz, yuca y tomate perita. Pero así al hombre no le apetecía demasiado.
—Andá... andá hasta lo del Catilo... —pidió el hombre a Edema.
—Decile que me picó una yacuaregazú. Decile que busque un médico. Decile que se apure. Edema dejó el yacaré en el suelo y salió a escape. 
Era ágil a pesar de su edad indefinida y conocía la selva bastante bien. Cuando el hombre se quedó solo, se percató del silencio. Tanteó de nuevo el lugar de la picadura. Vaya a saber cuánto tiempo hacía que la yacuaregazú había estado habitando la axila, pero no podía hacer más de tres meses. 
Para julio lo había atacado el paludismo y el doctor del obraje le había dado quinina y le había puesto el termómetro. Y ahí, en esa misma axila, no había nada. Luego, cuidadoso, el hombre se revisó bajo el otro brazo. Las yacuaregazú suelen andar en yunta y no hubiese sido nada raro que la pareja morase en la axila restante.
Sintió la boca seca y los lóbulos de las orejas le latían como dos pequeños corazones. El veneno de la yacuaregazú es espeso como una melaza, lento por lo tanto, inapelable.Sus efectos se empiezan a sentir más nítidamente a la sombra o después de los días patrios.
—Carajo —dijo el hombre. 
Se arrastró bajo un gigantesco tipá rosado y apoyó la recia espalda sobre el tronco del árbol. Miró hacia lo alto, hacia la imponente catedral de vegetación.
Le parecía paradójico venir a morir en aquel lugar. Él, justamente él, nacido en esa espesura, hachero, mensú por horas y cazador de monos. Justamente él que, en el obraje, ya había llenado los papeles, bajo la vigilante mirada del mister, para irse a trabajar a Kuwait como operario no especializado.
La bruma propia de Misiones se estaba ya entibiando, cuando el hombre vio llegar a Edema y Catilo por la picada. A Edema también le gustaba servir facturas de yacaré con el mate cocido. Le pegaba al animal en la cabeza con una barreta de acero robada en el ferrocarril hasta que le reventaba los sesos, lo espolvoreaba con harina y lo metía al horno cubierto de pasas de uva. 
Solían comer de esas facturas, acompañadas de chipá, durante semanas, tan duras eran. Venían de la mano, como dos criaturas, pero en sus ojos se leía la premura y la preocupación.
El hombre sólo se había alimentado con unos hongos amarillentos que encontró en torno al tipá rosado y también había engullido una docena de tucuruces, o bichos de luz, lo que le había dado una cierta energía para rebatir el avance del veneno, y un extraño brillo a la mirada de sus ojos.
—¿Qué te pasó, hermano? —se acuclilló Catilo junto al hombre. 
Catilo también era hábil para cocinar el yacaré, aunque lo hacía a la manera brasileña, envuelto en una pañoleta y con mermelada de canela.
—Una yacuaregazú.
—¿Dónde? 
A veces, a falta de mermelada de canela, le ponía gas oil, pero no sabía igual.El hombre levantó el brazo derecho y mostró la picadura a Catilo. Para mover con más libertad el brazo, hinchado ya del grosor de una sandía, el hombre se había cortado la manga de la camisa de un machetazo. 
La fiebre o la torpeza de su mano izquierda habían tornado imperfecto el tajo y el filo del machete se había llevado la manga, una rebanada de codo y dos dedos de la mano derecha, uno de los cuales, el anular, descansaba en el suelo a casi un metro del hombre como señalando algún peligro oculto en la imprevisible maleza. 
El otro, el meñique, era llevado dificultosamente por una multitud de hormigas coloradas, selva adentro.
—Esto es picadura de mbemberé, hermano —dictaminó Catilo.— 
La mbemberé es una araña peluda, del tamaño de una rata y se la llama también araña saltona o rata arañada.
Catilo, y el hombre mismo, la habían visto más de una vez saltar hasta tres metros de largo para vadear arroyos o brincar al lomo de un caballo para arrearse toda una tropilla y pasarla alParaguay.
—Yacuaregazú, te digo.
—¿La viste?
—Medio de reojo, mientras caía.
—¿Cómo era?
—Negra en el lomo. Manos blancas. Pelo cortón, arriba.
—Mbemberé, hermano.El hombre manoteó el machete. Le molestaba que lo contradijeran y más en las ocasiones en que estaba en los umbrales mismos de la muerte.
—Si es mbemberé no es nada —Insistió Catilo.— Te poneés malo un par de días pero después se pasa. 
—Andá a verlo al doctor... Andá a verlo al doctor y preguntale —dijo el hombre.
—También pudo ser oso hormiguero, hermano.
—Lo hubiera visto. Andá a buscar al doctor, me estoy muriendo.
—O pato sirirí. Si es sirirí es más jodido.
—Decile que no puedo casi respirar y que me han aparecido ronchas en la lengua.
—¿Te fijaste bien? ¿No puede haber sido pacú reló, hermano? Hay mucho pacú reló en esta época.
—Decile que traiga alcanfor y de esas pastillas azules.
Catilo tomó de la mano a Edema y se fueron corriendo por la picada. Había veces, también, en que Edema fritaba el yacaré en forma de dados, pero había dejado de hacerlo desde la vez en que el hombre juntó los dados e insistió en jugar por dinero.Cuando se halló de nuevo solo, el hombre pensó que hacía mucho que no veía a su tío Everaldo, que tenía que ajustar los alambres del gallinero con hilo chanchero y que si no despejaba hacia el Norte, para el atardecer tendrían lluvia.
—Si es curupí pelado, no cuenta el cuento.
El doctor meneó la cabeza con desaliento tras escuchar las palabras de Catilo y luego había vuelto a mirar fijamente dentro de la boca del pecarí de collar.
—No fue curupí. Fue mbemberé —dijo Catilo.
—¿Lomo negro y pelo cortón arriba? —musitó el doctor.
—Puede ser nutria, también.
El doctor Gomulka sabía mucho del tema. Había venido al país en el 38, mezclado con la inmigración siriolibanesa, expulsado de su Polonia natal por el temor a las guerras y a los esperantistas. Y había ido a Ipuberá por tres días, atraído por la fama de los carnavales misioneros. 
Diez años se había quedado allí por causas que nunca se aclararon muy bien. En la cárcel aprendió su profesión, veterinario. Luego, ya libre, había seguido la especialización en Foz de Iguazú hasta alcanzar el título de veterinario odontólogo.
—Tiene que venir pronto —urgió Catilo.
—Está muy malo.
—Ahora no puedo, amigo. Estoy con un tratamiento de conducto.
—Está muy malo.
—Si es yacuaregazú— el doctor siguió atisbando dentro de la boca del pecarí no hay remedio. Corte dos ramas de abaribay y hágale una cruz en la cabecera. Pero si ha sido mbemberé, curupí pelado, nutria u oso hormiguero, por ahí estamos a tiempo. Hágale un torniquete bien ajustado que yo ya voy. R. Antes de salir de la casa del doctor, Catilo quiso asegurarse.
—¿Cuándo viene usted?
—Apenas termine.
Catilo miró el pecarí de collar y vio los ojitos del chancho salvaje, levemente desorbitados, contemplándolo. La anestesia ni siquiera había empezado a causarle efecto. Catilo tomó de la mano a Edema y volvieron a meterse en la selva.
El doctor Gomulka estaba en mitad de la picada cuando se largó a llover. Esa lluvia deMisiones, donde el agua, en forma de pequeñas gotas, se abate desde las nubes hacia la tierra.
En ocasiones, era tal el calor acumulado en la tierra colorada que las gotas de lluvia no llegaban a tocarla. A un metro, un metro y medio del suelo, se evaporaban al entrar en contacto con el tufo hirviente que se levantaba desde el piso. Los primeros años, el doctor Gomulka se sorprendía al ver esa gente empapada desde la cabeza hasta la cintura, y desde allí hacia abajo, impecables. 
No estaba habituado el doctor a ese nuevo mundo de contrastes, él, originario de una Polonia inmutable donde el mayor contraste climático que podía recordar era el de un día, en Poznan, donde a la mañana llovió y a la tarde estuvo nublado. Pero no era momento para quedarse contemplando la lluvia, y a poco de andar por la picada, el doctor dio con el claro donde se hallaban el hombre, Catilo y Edema. 
A los ojos del yacaré, Edema los sumergía en yema de huevo, los empanaba y les daba un golpe de horno. Conseguía así unos bocaditos que el hombre se llevaba al monte o bien los chicos más pequeños disparaban contra los siriríes, los vencejos o los surubíes flecudos. Catilo se hallaba hincado junto al hombre. 
El doctor advirtió un rictus amargo en la cara del hachero. Edema había vuelto a poner el yacaré sobre su hombro y aparentaba estar esperando una orden para reanudar la marcha.
—Se murió —dijo Catilo.— 
El doctor no contestó nada, pero se acercó al hombre. 
Este se hallaba aún recostado contra el tronco del tipá rosado y podría decirse que su expresión era de paz a pesar de la lengua amoratada totalmente fuera de la boca, sus ojos casi expulsados de las órbitas y un rictus horroroso en el rostro cetrino. El doctor prefirió contemplar la picadura, bajo el brazo.
—Carcará —musitó. 
Luego meneó la cabeza, confundido.
—Esto no mata a nadie. El carcará es un insecto crisálido no mayor que un grano de maíz tierno. Vive entre el estiércol de los porcinos y el sonido que produce al frotar sus alas posteriores es casi inaudible a menos que se introduzca en el oído de alguien, cosa poco probable.
El doctor encaró a Catilo.
—Cuando ustedes llegaron... ¿Vivía?
—Sí señor.
—¿Y, entonces?
—No soportó el remedio. Le hice el torniquete, como usted me dijo.
-Para parar la hemorragia. En el brazo.
—No —dijo Catilo. Si la picadura hubiese sido en la mano, le hacía el torniquete en el brazo. Pero fue en el sobaco. Le hice el torniquete en el cuello. 
El doctor observó de nuevo al hombre. Pudo ver entonces, entre los pliegues de la gordura de su cuello, el relumbrón acerado del alambre.
—"Gente bruta" —pensó. "Con alambre".
Y se volvió para su casa.
Catilo tomó de la mano a Edema y la ayudó a cargar el yacaré hasta más allá de Aguarimbé.

jueves, 14 de marzo de 2013

El arte de la impostura, de Alejandro Dolina


El arte de la impostura
de "Crónicas del Angel Gris", por Alejandro Dolina. Ilustración de Carlos Nine.

Ilustracion de Carlos Nine
    El hombre de nuestros días vive tratando de causar buena impresión. Su principal desvelo es la aprobación ajena. Para lograrla existen diferentes métodos y estrategias.
    Algunos ejercen la inteligencia, otros se deciden por la tenacidad o la belleza, otros cultivan la santidad o el coraje.
    Sin embargo, por ser todas estas virtudes muy difíciles de cumplir, ciertos pícaros se limitan a fingirlas.
    Por cierto que tampoco esto es sencillo: el engaño es una disciplina que exige atenciones y cuidados permanentes.
    Por suerte para los hipócritas y simuladores, existe desde hace mucho tiempo el Servicio de Ayuda al Impostor.

     Basándose en modernos criterios científicos, los especialistas de la organización instruyen, aconsejan, dictan clases, resuelven casos particulares y difunden las técnicas más refinadas para obtener apariencias provechosas.
    Cuando algún zaparrastroso quiere presumir de elegante, el Servicio le recomienda sastres, lociones y corbatas.
    Si se trata de aparentar cultura, el cliente tiene a su disposición frases hechas, aforismos brillantes y gestos de suficiencia.
    Los que pretenden pasar por guapos son adiestrados en el arte del aplomo y la compadrada.
    Muchos pobres practican para fingirse ricos, y muchos ricos se esfuerzan por parecer indigentes.
    Hay que decir que algunos postulantes son muy adoquines y no alcanzan a completar los cursos. Otros tienen características tan marcadas que resulta imposible disimularlas.
    Durante muchos años, los hipócritas aplazados debieron resignarse a mostrar crudamente sus verdaderas y abominables condiciones, o bien a ser descubiertos en sus torpes fraudes. Pero con el tiempo, el Servicio encontró una fórmula drástica para socorrer a los menos favorecidos. Así nació el reemplazo liso y llano como recurso extremo.
    Imaginemos a un morocho tratando infructuosamente de ingresar en un selecto club nocturno. El hombre fracasa con las tinturas y el maquillaje.
    Inmediatamente el servicio designa a un rubio cabal en su reemplazo. El impostor entra sin problemas a la milonga y en nombre del morocho rechazado baila y se divierte toda la noche.
    Los ejemplos son innumerables: estudiantes mediocres que se hacen reemplazar en los exámenes; enamorados tímidos que -como Cyrano de Bergerac- mandan en su lugar a un picaflor; empleados capaces que para lograr un ascenso envían a un chupamedias y personas hartas de su familia que se hacen substituir en los cumpleaños.
    El Servicio de Ayuda al Impostor ha ido perfeccionando la tecnología del reemplazo con disfraces impecables. Se sospecha que hoy en día, la mayoría de las personas que uno trata son en realidad agentes de la organización. Nuestros amigos, nuestras novias, nuestros gobernantes y nuestros cuñados pueden haber sido reemplazados por impostores profesionales. Tal vez yo mismo estoy fingiendo escribir estas minucias a nombre y beneficio de un cliente llamado Dolina. Tal vez usted, que finge leerme, esté reemplazando a alguien que no se atreve a confesar que los mitos de Flores lo tienen harto.

    II  Los gobiernos, lo mismo que las personas particulares, viven preocupados por la opinión de los de afuera. Continuamente sugieren a la población la necesidad de mejorar lo que se llama imagen exterior.
    Para lograrlo se promueve la difusión de nuestros aspectos más brillantes. Cuando nos visitan los extranjeros, se les muestran nuestros rincones más presentables, se les hace comer una empanada y se les obliga a escuchar a la orquesta de Osvaldo Pugliese.
    La exaltación de nuestros méritos va casi siempre acompañada de un cuidadoso disimulo de nuestros defectos. Además, en tren de aparentar y a falta de extranjeros, se suele hacer bandera ante los propios criollos.
    Con toda insistencia se señala que los médicos argentinos son los mejores del mundo, para no mencionar a los enfermos. Si se produce algún desperfecto en una transmisión internacional, los locutores se apresuran a aclarar que el jarabe se ha originado en el satélite alemán, con lo cual nos quedamos todos tranquilos.
    La actitud temerosa del juicio ajeno es proverbial en el periodismo. Hace poco una cronista aprovechó su paso por Roma para consultar a los transeúntes italianos acerca de nuestra nueva situación institucional. Los televidentes recibieron varias reflexiones, expresadas en cocoliche que, en general, nos perdonaban la vida. Al final de la encuesta, la cronista no podía ocultar su satisfacción. Habíamos pasado la difícil prueba de agradar a los heladeros de la Vía Marguta.
    No estaría mal recurrir al Servicio de Ayuda al Impostor para perfeccionar nuestras representaciones ante los extraños.
    La solvencia de la organización nos permitiría aparentar cualquier cosa: que tenemos 100 millones de habitantes, que somos prósperos, que somos poderosos. Se podrían editar censos adulterados y mapas fraudulentos que nos muestren en el doble de nuestra extensión.
    Manuel Mandeb recomendó alguna vez la conveniencia de fingirnos el Japón, para desconcertar a nuestros enemigos. El pensador de Flores proponía que todos nos estiráramos los ojos con los dedos y habláramos pronunciando las erres como eles.
    Aquí se nos viene encima una duda: ¿no será que otros países ya nos están engañando? La mentada potencia norteamericana puede ser nada más que una ficción creada por los impostores del norte. A lo mejor, Suecia es un país tropical, pero lo disimula. Quizá la Unión Soviética es una pequeña república del Africa y Luxemburgo es en verdad el mayor país del mundo.
    En todo caso, antes de encarar cualquier acción para mejorar nuestra imagen externa es indispensable decidir cuál es la sensación que se quiere dejar. Si dispersamos nuestros esfuerzos en simulaciones diferentes e inconexas, los resultados habrán de ser más bien confusos. Dígasenos de una vez qué fingiremos ser: ¿una nación apacible? ¿una nación encrespada? ¿una nación limpia? ¿una nación angloparlante?
    Los tratadistas reconocen tres tipos de impostura: horizontal, ascendente y descendente. La última consiste en mostrarse peor de lo que se es. Y no faltan economistas que postulan este camino para despertar la conmiseración internacional.

    III Los teóricos más barrocos del Servicio creen que la impostura es un arte. Y más aún: afirman que todo arte es una impostura. Cien gramos de pinturas al aceite se nos aparecen como un rostro misterioso o como un paisaje lunar. Quinientos kilos de bronce pretenden ser el cuerpo de Hércules. Una curiosa combinación de tintas y papeles es presentada como el alma de un hombre atormentado.
    Solamente la música está libre de simulaciones. Un acorde en mi menor es precisamente eso y no pretende ser nada más.
    Los teóricos también han defendido el carácter ético de la impostura ascendente. El argumento principal no es muy novedoso: de tanto aparentar bondad, uno acaba por ser bueno.
    Faltan en esta monografía datos concretos que permitan al lector la contratación del Servicio.
    Lamentablemente, no es posible ofrecerlos.
    Para empezar, nadie sabe cuál es la ubicación de la entidad. A veces, el local asume el aspecto de un almacén. Otras veces, se aparece como un copetín al paso, o como una estación de ferrocarril. Los impostores son siempre consecuentes con sus representaciones y por más que uno les plantee sus necesidades, insisten en vender garbanzos, servir una ginebra o despachar un boleto de ida y vuelta a Caseros.
    Es cierto que a menudo aparecen impostores ofreciendo sus servicios. Pero la organización ya ha advertido al público que se trata en realidad de falsos impostores que deben ser denunciados a la policía.

    IV  Vaya uno a saber cuántos ridículos firuletes habremos hecho los criollos para agradar a los polacos y coreanos.
    ¿Estaremos bien? ¿No seremos una nación fuera de lugar? ¿Qué pensarán de nosotros estos visitantes holandeses? ¿Le ha gustado nuestra autopista, señor Smith? ¡Cuidado, disimulen que ahí viene un francés! ¿No estaremos desentonando en el concierto internacional?
    Yo creo que tal vez no importa desentonar en un concierto que parece dirigido por Mandinga.
    Vale la pena intentar el camino difícil, el más penoso, el más largo pero también el más seguro. Es el camino de la verdad. El que quiera parecer honrado, que lo sea. El que quiera fama de valiente, que se la gane a fuerza de guapeza.
    Y si queremos que el mundo piense que somos una gran nación, sepamos que lo más conveniente es ser de veras una gran nación.
    Mientras llegan esos tiempos, podríamos empezar a fingir que no fingimos.

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Claus el grande y Claus el pequeño, de Christian Andersen


Claus el grande y Claus el chico

En un pueblo vivían dos hombres que tenían el mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero el uno tenía cuatro caballos y el otro no tenía más que uno; para distinguirlos, pues, se llamaba al primero Claus el grande y al otro Claus el chico.
Veréis ahora lo que sucedió a los dos. Es una historia verdadera.
Durante la semana, Claus el chico tenía que labrar la tierra de Claus el grande y pr4estarle su único caballo; en cambio Claus el grande le ayudaba con sus cuatro caballos, pero solo una vez a la semana, los domingos. Y cómo Claus el chico hacía chasquear su látigo los domingos por encima de los cinco caballos. Aquel día eran como suyos. El sol brillaba magníficamente. Las campanas llamaban al pueblo a la iglesia; hombres y mujeres vestidos con sus mejores trajes, pasaban delante de Claus el chico que labraba la tierra con aspecto alegre, haciendo chasquear su látigo y diciendo:
-¡Hala, caballos míos!
-No debes decir esto, -decía Claus el grande, porque tuyo no es más que uno.
-¡Hala, caballos míos!

-Por última vez, -le dijo Claus el grande, -no repitas más esas palabras. Si lo vuelves a decir le pego tal golpe en la cabeza a tu caballo que le dejo muerto en el acto.
-No lo diré más, -repuso Claus el chico, pero en cuanto pasó más gente que le saludó amigablemente con la cabeza, se puso tan contento y orgulloso de poder labrar su campo con cinco caballos que hizo chasquear su látigo, gritando:
-¡Hala caballos míos!
-Yo te enseñaré eso de ¡hala! Caballos tuyos, -dijo Claus el grande, -y agarrando una maza pegó un golpe tan fuerte en la cabeza del caballo de Claus el chico, que le derribó muerto en el acto.
Su amo comenzó a llorar y a lamentarse:
-¡Ay, ya no tengo caballo ninguno! –decía.
Después desolló al animal muerto, secó la piel al viento, la metió en un saco que se echó a las espaldas y se fue al pueblo a venderla.
El camino era largo y tuvo que pasar por un gran bosque oscuro: hacía un tiempo espantoso. Claus el chico se extravió, y antes que pudo encontrar el camino, llegó la noche; era imposible llegar a la ciudad o volver a casa.
Cerca del camino había una gran granja y aunque las maderas de las ventanas estaban cerradas, se veía brillar la luz.” Acaso me permitan pasar aquí la noche”, -pensó y llamó a la puerta. La mujer le abrió; pero cuando supo lo que quería, le dijo que continuara su camino, que su marido había salido y que ella no recibía a extraños.
-Sea, me acostaré fuera, -respondió, - Y la mujer cerró la puerta.
Cerca de la casa había un pajar con el techo en forma de cabaña lleno de heno.
-Me acostaré aquí, -dijo Claus el chico. Es una excelente cama y no hay más peligro que el que la cigüeña me pique las piernas.
Sobre el techo, donde tenía su nido, había una cigüeña.
Trepó al pajar y se acostó en él, revolviéndose muchas veces para tomar una postura cómoda. Las maderas de las ventanas de la casa no cerraban bien, y pudo ver lo que pasaba en la habitación. Veía allí puesta una gran mesa adornada con un asado, un rico pescado y botellas de vino. La campesina y el sacristán estaban en la mesa y nadie más.
Ella le echaba vino y él se regalaba con el pescado que le agradaba mucho.
-¡Quién pudiera compartir con ellos! –dijo Claus el chico, y alargó la cabeza para ver mejor. -¡Caramba!¡Qué pastel tan delicioso! ¡Gran Dios, qué festín!
De pronto, un hombre a caballo llegó a la casa; era el marido de la campesina que regresaba.
-Era un hombre excelente, pero tenía una debilidad extraña: no podía ver a un sacristán; si por casualidad encontraba uno se ponía furioso. Por eso el sacristán había aprovechado la ocasión para hacer una visita a la mujer y darla los buenos días mientras el marido estaba ausente, y la buena mujer, para hacerle los honores, le estaba sirviendo una deliciosa cena. Para evitar disgustos, cuando sintió que su marido venía, rogó a su convidado que se ocultara en un gran cofre vacío, que estaba en un rincón, lo cual hizo él de muy buena gana, puesto que sabía que el pobre hombre no podía ver a un sacristán. Enseguida la mujer encerró la magnífica comida y el vino en el horno, porque si su marido lo hubiera visto, seguramente hubiera preguntado qué significaba esto.
-¡Qué lástima! –repuso Claus el chico, viendo desde el pajar desaparecer la comida.
-¿Hay alguien ahí arriba? –preguntó el campesino volviéndose y viendo a Claus el chico.
-¿Por qué te acuestas ahí? Baja pronto y entra en la casa.
-Claus el chico le contó cómo se había extraviado y le pidió hospitalidad por aquella noche.
-Con mucho gusto, -respondió el campesino, -pero comamos primero un poco.
-La mujer recibió a los dos amabilidad, preparó de nuevo la mesa y sirvió un gran plato de arroz. El campesino, que tenía hambre, comió con buen apetito: pero Claus el chico pensaba en el delicioso asado, en el pastel y en el pescado escondidos en el horno.
-Había echado bajo la mesa el saco que contenía la piel de caballo, ya sabemos que para venderla en la ciudad se había puesto en camino. Como no le acababa de gustar el arroz, daba pisotones al saco e hizo rechinar la piel seca.
-¡Chist! –dijo a su saco; pero en el mismo momento le hizo rechinar más fuerte.
-¿Qué tienes en el saco? –le preguntó el campesino.
-Un hechicero, -respondió Claus; -no quiere que comamos arroz y dice que por un efecto de su magia hay en el horno un asado, un pescado y un pastel.
-Eso no es posible,-dijo el campesino, abriendo enseguida el horno, y descubrió en él los soberbios manjares que su mujer había ocultado y creyó que el hechicero había hecho este prodigio. La mujer no se atrevió a decir nada, sino colocó los manjares sobre la mesa y ellos se pusieron a comer pescado, asado y pastel.
Claus hizo de nuevo rechinar su piel.
-¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino.
-Dice que ha hecho poner para nosotros tres botellas de vino, que también están en el horno.
Y la mujer tuvo que servirles el vino que había escondido, y su marido se puso a beber alegrándose cada vez más. De buena gana hubiera querido tener un hechicero semejante al que tenía en el saco Claus el chico.
-¿Podrá enseñarme también al diablo? - preguntó el campesino, - quisiera verle ahora que estoy alegre.
-Sí, - dijo Claus, - mi hechicero puede todo lo que le mando.
- ¡Eh!, tú, ¿no es verdad? - preguntó e hizo rechinar el saco.
- ¿Oyes? ¡Dice que sí! Pero el diablo es muy feo, no merece la pena verle.
- ¡Oh! ¡No tengo miedo! ¿Qué facha tendrá?
- Se aparecerá delante de nosotros bajo la forma de un sacristán.
-¡Uf! ¡Qué feo! Es menester que sepáis que no puedo soportar la vista de un sacristán. Pero no importa, como sé que es el diablo tendré valor. Sólo que no se me aproxime.
- ¡Pon atención!- dijo Claus, - voy a interrogar a mi mago, - y acercó su oído al saco...
- ¿Qué dice?
- Dice que os acerquéis a ese gran cofre que está ahí en ese rincón, que lo abráis y veréis al diablo, pero es necesario sostener bien la tapa para que el malvado no se escape.
- ¿Queréis ayudarme a sostenerla? - preguntó el campesino acercándose al cofre donde la mujer había ocultado al verdadero sacristán que daba diente con diente de miedo.
El campesino levantó un poco la tapa.
- ¡Uf! - gritó dando un salto atrás. - ya le he visto. Se parece todo al sacristán de nuestra iglesia; ¡es horrible!
Enseguida se pusieron a beber hasta muy avanzada la noche.
- Véndeme tu hechicero, - dijo el campesino, -pide por el todo lo que quieras, una bolsa de monedas de plata te doy por él.
- No puedo, - respondió Claus el chico, - piensa en lo útil que me es este hechicero.
- Sin embargo, tendría tanto gusto en tenerlo...- dijo el campesino insistiendo.
- Sea. - dijo por fin Claus el chico, - pues que has sido tan bueno y me has dado hospitalidad te cederé el hechicero por una fanega de monedas de plata: pero me la has de dar bien medida.
-Quedarás satisfecho: - dijo el campesino -, sólo te ruego que te lleves el cofre; no quiero que esté ni una hora más en mi casa. ¡Quizá el diablo esté en él todavía!
Con esto, Claus el chico dio al campesino su saco con la piel seca, recibiendo en cambio una fanega de plata. Además le regaló un gran carretón para transportar la plata y el cofre.
- Adiós, - dijo: - y se alejó; llevándose el dinero y el cofre en que estaba todavía encerrado el pobre sacristán.
Al otro lado del bosque había un río muy grande y profundo, el agua tenía tal fuerza, que casi era imposible nadar contra la corriente. Habían construido un puente para atravesar el río. Parose Claus en este puente y dijo en alta voz para que el sacristán lo oyese.
-¿Qué haré de este dichoso cofre? Pesa como si estuviese lleno de piedras. Ya estoy cansado de llevarle, lo mejor será que le eche al río. Si el agua le lleva a mi casa, tanto mejor, pero si no tampoco me importa mucho.
Enseguida levantó el cofre con una mano como si quisiera tirarle al agua.
- ¡Espera, espera! - gritó el sacristán desde el cofre. -¡ Déjame salir primero!
- ¡Oh! - gritó Claus el chico, fingiendo asustarse, ¡el diablo está aun en él! ¡Al río, para que se ahogue!
-¡ No, no! - gritó el sacristán -, no lo hagas y te daré una fanega de plata.
- Eso es diferente -, respondió Claus el chico abriendo el cofre.
El sacristán salió inmediatamente, echó el cofre vacío al agua y volvió a su casa para dar a Claus el chico la fanega de plata.
Con lo que le había dado ya el campesino, tenía el carretón lleno de dinero.
- No me han pagado mal el caballo, - se dijo
-Una vez en su casa y en su habitación, amontonó en el suelo todas las monedas.
- Claus el grande rabiará cuando sepa toda la riqueza que mi único caballo me ha producido, sin embargo no le diré toda la verdad.
Enseguida envió a un muchacho a casa de Claus el grande a rogarle que le prestara una fanega vacía.
-¿Qué quiere hacer? - Pensó Claus el grande.
Y bañó el fondeo de pegamento a fin de que se quedase alguna cosa adherida. Cuando le devolvieron la medida se encontró con que había pegadas tres grandes monedas nuevas de plata.
-¿Qué es esto?- Exclamó, y corrió inmediatamente a casa de Claus el chico.
-¿De dónde tienes tú todo ese dinero?
- De mi piel de caballo, que la vendí ayer tarde.
- ¡Te la han pagado bien! - Contestó Claus el grande.
Volvió a su casa muy deprisa, cogió un hacha, mató sus cuatro caballos. Luego los desolló y llevó las pieles a la ciudad.
-¡Pieles!,¡pieles!¿Quién quiere comprar pieles? -Gritó por todas las calles.
Los zapateros y curtidores acudieron a él para preguntarle el precio.
-Una fanega de plata por cada una, - respondió Claus el grande.
-¿Estás loco?, ¿piensas que tenemos la plata por fanegas?
-¡Pieles!, ¡pieles!- continuó, -¿quién quiere comprar pieles?
Y cuando alguno preguntaba su precio:
- Una fanega de plata por cada una, - respondía.
-¡Quiere burlarse de nosotros! - Exclamaron todos al fin, y cogiendo los zapateros sus tirapiés y los curtidores sus delantales, comenzaron a zurrar a Claus el grande.
-¡Pieles!, ¡pieles!- gritaban burlándose de él, - ¡ya te arreglaremos la piel y te la pondremos verde y azul! ¡Fuera de la ciudad!
Y Claus el grande tuvo que huir a toda prisa.
Nunca le habían zurrado tan perfectamente.
- Bueno, -dijo, una vez que entró en su casa: Claus el chico que tiene la culpa de todo esto, me lo pagará. ¡ Le mato!
Y en cuanto entró en su casa, cogió un saco grande y fue a la de Claus el chico y le dijo: -Por segunda vez te has burlado de mí. Primero maté mis cuatro caballos, luego a mi abuela; ¡tú eres la causa de todo el mal, pero no me volverás a engañar!
Y agarrando a Claus el chico por medio del cuerpo, le metió en el saco y se lo echó al hombro, diciendo:
- ¡Te voy a ahogar!
El camino hasta el río era largo, y Claus el chico carga pesada. En el camino el asesino llegó a una taberna, donde entró para tomar un refresco, dejando el saco detrás de la puerta, pensando que Claus el chico no se podría escapar.
- ¡Ay!, ¡ay! - suspiró Claus el chico en el saco, volviéndose y revolviéndose, pero sin poder desatar la cuerda que le cerraba.
En aquel momento pasó por allí un viejo pastor con el pelo blanco y un cayado, llevando delante una manada de vacas y toros; dieron contra el saco en que estaba Claus el chico y lo tiraron.
-¡Ay, pobre de mí!, - suspiró Claus el chico, - ¡tan joven y ya entrar en el Paraíso!
-¡Y yo pobre de mí!-Dijo el pastor, - tan viejo y aun no puedo llegar a él.
-¡Abre el saco! - Exclamó Claus el chico y ponte en mi lugar; pronto estarás en el Paraíso!
-¡Con mucho gusto! - Dijo el viejo pastor abriendo el saco y dejando salir de él a Claus el chico.
-¿Pero querrás guardar mi rebaño? - Dijo el viejo y entró en el saco que Claus el chico cerró y se marchó llevándose todo el rebaño.
Algunos momentos después Claus el grande salió de la taberna y se echó el saco a la espalda. Le pareció más ligero, porque el viejo pastor pesaba la mitad de lo que Claus el chico.
-¡Es el vino que me ha dado fuerzas! - Dijo. Y cuando llegó al río arrojó al pastor a él, y dijo, creyendo que era Claus el pequeño:
-¡Ahora no te burlarás más de mí!
Luego tomó el camino de su casa; pero al llegar a la encrucijada se halló con Claus el chico que llevaba delante de sí todo el rebaño.
-¿Qué es eso? - Exclamó Claus el grande, -¿ no te he ahogado?
-¡Sí, me tiraste al río hace media hora!
-¿Pero de dónde te ha venido ese magnífico rebaño?
-¡Son vacas del mar!, - dijo Claus el chico. - Voy a contarte todo lo que ha pasado, después de darte las gracias por haberme tirado al río, porque ahora soy rico para siempre, créemelo ¡Encerrado en el saco tenía tanto miedo! El viento me silbaba en los oídos cuando me echaste al agua fría. Fui inmediatamente al fondo pero sin hacerme daño, pues hay una hierba larga y muy suave. En breve se abrió el saco, y una preciosa joven vestida de blanco con una corona de hojas verdes en la cabeza, me cogió de la mano y me dijo:
- Por fin llegaste, mi querido Claus el chico; por lo tanto toma este ganado. Una legua más allá hay otro tanto, que te regalo igualmente.
Comprendí entonces que el río es para el pueblo de la mar un gran camino real. ¡Que hermoso estaba esto, cuantas flores y qué campos de verdura se veían allí! Sentía a los peces nadar alrededor de mi cabeza, como aquí los pájaros vuelan por el aire. La gente qué guapa y el ganado que pacía ¡qué hermoso¡
-¿Pero por qué te has vuelto tan pronto? _ Preguntó Claus el grande, - yo no lo hubiera hecho si es verdad que allá abajo todo es tan hermoso.
- Precisamente ahí he demostrado mi talento. ¿No has oído que la joven había dicho que una legua más allá había otro tanto ganado. Pues bien, emprendí camino, pero como rodea mucho, me he subido para ir por tierra derechamente al sitio donde está el ganado, con eso me ahorro la mitad del camino.
-¡Qué afortunado eres! - Dijo Claus el grande -¿Crees tú que también tendría yo un rebaño de vacas si bajase al fondo del río?
-¡Ya lo creo!- Dijo Claus el chico, - pero yo no podré llevarte en el saco hasta allí, porque pesas demasiado; pero si quieres ir y después encerrarte en el saco, yo te echaré con el mayor placer.
-¡Muchísimas gracias! -Dijo Claus el grande: - pero si no vuelvo con un rebaño de vacas de la mar, te daré una buena paliza
-¡Oh, no seas tan malo! - replicó Claus el chico, y se pusieron en camino.
Cuando las vacas, que tenían sed, vieron el agua escaparon a correr para beberla.
-¡Mira cómo escapan! - Dijo Claus el chico, - les falta tiempo para volverse al fondo.
-Ya va, -dijo Claus el chico; sin embargo, metió una enorme piedra en el saco, lo ató y lo tiró al agua.
¡Plum!, hete aquí que Claus el grande cayó al río y fue al fondo instantáneamente.
-¡Temo, que después de todo no encontrará el ganado!- Dijo Claus el chico y se volvió a su casa con lo que tenía.
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