viernes, 11 de abril de 2014

"La capa", de Dino Buzzati

Al cabo de una interminable espera, cuando la esperanza comenzaba ya a morir, Giovanni regresó a casa. Todavía no habían dado las dos, su madre estaba quitando la mesa, era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Apareció de improviso en el umbral y su madre gritó: «¡Ah, bendito seas!», corriendo a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos mucho más pequeños, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses y meses, tan a menudo entrevisto en los dulces ensueños del alba, que debía traer la felicidad.
Él apenas dijo nada, teniendo ya suficiente trabajo con reprimir el llanto. Había dejado en seguida el pesado sable encima de una silla, en la cabeza llevaba aún el gorro de pelo. «Deja que te vea», decía entre lágrimas la madre retirándose un poco hacia atrás, «déjame ver lo guapo que estás. Pero qué pálido estás...»
Estaba realmente algo pálido, y como consumido. Se quitó el gorro, avanzó hasta la mitad de la habitación, se sentó. Qué cansado, qué cansado, incluso sonreír parecía que le costaba.
-Pero quítate la capa, criatura -dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, hasta el punto de sentirse amedrentada; qué alto, qué guapo, qué apuesto se había vuelto (si bien un poco en exceso pálido)-. Quítate la capa, tráela acá, ¿no notas el calor?
Él hizo un brusco movimiento de defensa, instintivo, apretando contra sí la capa, quizá por temor a que se la arrebataran.
-No, no, deja -respondió, evasivo-, mejor no, es igual, dentro de poco me tengo que ir...
-¿Irte? ¿Vuelves después de dos años y te quieres ir tan pronto? -dijo ella desolada al ver de pronto que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres-. ¿Tanta prisa tienes? ¿Y no vas a comer nada?
-Ya he comido, madre -respondió el muchacho con una sonrisa amable, y miraba en torno, saboreando las amadas sombras-. Hemos parado en una hostería a unos kilómetros de aquí...
-Ah, ¿no has venido solo? ¿Y quién iba contigo? ¿Un compañero de regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
-No, no, uno que me encontré por el camino. Está ahí afuera, esperando.
-¿Está esperando fuera? ¿Y por qué no lo has invitado a entrar? ¿Lo has dejado en medio del camino?
Se llegó a la ventana y más allá del huerto, más allá del cancel de madera, alcanzó a ver en el camino a una persona que caminaba arriba y abajo con lentitud; estaba embozada por entero y daba sensación de negro. Nació entonces en su ánimo, incomprensible, en medio de los torbellinos de la inmensa alegría, una pena misteriosa y aguda.
-Mejor no -respondió él, resuelto-. Para él sería una molestia, es un tipo raro.
-¿Y un vaso de vino? Un vaso de vino se lo podemos llevar, ¿no?
-Mejor no, madre. Es un tipo extravagante y es capaz de ponerse furioso.
-¿Pues quién es? ¿Por qué se te ha juntado? ¿Qué quiere de ti?
-Bien no lo conozco -dijo él lentamente y muy serio-. Lo encontré por el camino. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía preferir hablar de otra cosa, parecía avergonzarse. Y la madre, para no contrariarlo, cambió inmediatamente de tema, pero ya se extinguía de su rostro amable la luz del principio.
-Escucha -dijo-, ¿te imaginas a Marietta cuando sepa que has vuelto? ¿Te imaginas qué saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que tienes prisa por irte?
Él se limitó a sonreír, siempre con aquella expresión de aquel que querría estar contento pero no puede por algún secreto pesar.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué se estaba ahí sentado, como triste, igual que el lejano día de la partida? Ahora estaba de vuelta, con una vida nueva por delante, una infinidad de días disponibles sin cuidados, con innumerables noches hermosas, un rosario inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Se acabaron las noches de angustia, cuando en el horizonte brotaban resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tendido inmóvil en tierra, con el pecho atravesado, entre los restos sangrientos. Por fin había vuelto, mayor, más guapo, y qué alegría para Marietta. Dentro de poco llegaría la primavera, se casarían en la iglesia un domingo por la mañana entre flores y repicar de campanas. ¿Por qué, entonces, estaba apagado y distraído, por qué no reía, por qué no contaba sus batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la ceñía tanto, con el calor que hacía en la casa? ¿Acaso porque el uniforme, debajo, estaba roto y embarrado? Pero con su madre, ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? He aquí que, cuando las penas parecían haber acabado, nacía de pronto una nueva inquietud.
Con el dulce rostro ligeramente ceñudo, lo miraba con fijeza y preocupación, atenta a no contrariarlo, a captar con rapidez todos sus deseos. ¿O acaso estaba enfermo? ¿O simplemente agotado a causa de los muchos trabajos? ¿Por qué no hablaba, por qué ni siquiera la miraba? Realmente el hijo no la miraba, parecía más bien evitar que sus miradas se encontraran, como si temiera algo. Y, mientras tanto, los dos hermanos pequeños lo contemplaban mudos, con una extraña vergüenza.
-Giovanni -murmuró ella sin poder contenerse más-. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera un momento que te haga el café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle ni siquiera se habrían reconocido, tal había sido el cambio en el espacio de dos años. Ahora se miraban recíprocamente en silencio, sin saber qué decirse, pero sonriéndose los tres de cuando en cuando, obedeciendo casi a un viejo pacto no olvidado.
Ya estaba de vuelta la madre y con ella el café humeante con un buen pedazo de pastel. Vació la taza de un trago, masticó el pastel con esfuerzo. «¿Qué pasa? ¿Ya no te gusta? ¡Antes te volvía loco!», habría querido decirle la madre, pero calló para no importunarlo.
-Giovanni -le propuso en cambio-, ¿y tu cuarto? ¿no quieres verlo? La cama es nueva, ¿sabes? He hecho encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a verlo... pero ¿y la capa? ¿No te la quitas? ¿No tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se encaminó a la estancia vecina. Sus gestos tenían una especie de pesada lentitud, como si no tuviera veinte años. La madre se adelantó corriendo para abrir los postigos (pero entró solamente una luz gris, carente de cualquier alegría).
-Está precioso -dijo él con débil entusiasmo cuando estuvo en el umbral, a la vista de los muebles nuevos, de los visillos inmaculados, de las paredes blancas, todos ellos nuevos y limpios. Pero, al inclinarse la madre para arreglar la colcha de la cama, también flamante, posó él la mirada en sus frágiles hombros, una mirada de inefable tristeza que nadie, además, podía ver. Anna y Pietro, de hecho, estaban detrás de él, las caritas radiantes, esperando una gran escena de regocijo y sorpresa.
Sin embargo, nada. «Muy bonito. Gracias, sabes, madre», repitió, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien desea concluir un coloquio penoso. Pero sobre todo miraba de cuando en cuando con evidente preocupación, a través de la ventana, el cancel de madera verde detrás del cual una figura andaba arriba y abajo lentamente.
-¿Te gusta, Giovanni? ¿Te gusta? -preguntó ella, impaciente por verlo feliz. «¡Oh, sí, está precioso!» respondió el hijo (pero ¿por qué se empeñaba en no quitarse la capa?) y continuaba sonriendo con muchísimo esfuerzo.
-Giovanni -le suplicó-. ¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que tuviese algo atravesado en la garganta.
-Madre -respondió, pasado un instante, con voz opaca-, madre, ahora me tengo que ir.
-¿Que te tienes que ir? Pero vuelves en seguida, ¿no? Vas donde Marietta, ¿a que sí? Dime la verdad, ¿vas donde Marietta? -y trataba de bromear, aun sintiendo pena.
-No lo sé, madre -respondió él, siempre con aquel tono contenido y amargo; entre tanto, se encaminaba a la puerta y había recogido ya el gorro de pelo-, no lo sé, pero ahora me tengo que ir, ése está ahí esperándome.
-¿Pero vuelves luego?, ¿vuelves? Dentro de dos horas aquí, ¿verdad? Haré que vengan también el tío Giulio y la tía, figúrate qué alegría para ellos también, intenta llegar un poco antes de que comamos...
-Madre -repitió el hijo como si la conjurase a no decir nada más, a callar por caridad, a no aumentar la pena-. Ahora me tengo que ir, ahí está ése esperándome, ya ha tenido demasiada paciencia-. Y la miró fijamente...
Se acercó a la puerta; sus hermanos pequeños, todavía divertidos, se apretaron contra él y Pietro levantó una punta de la capa para saber cómo estaba vestido su hermano por debajo.
-¡Pietro! ¡Pietro! Estate quieto, ¿qué haces?, ¡déjalo en paz, Pietro! -gritó la madre temiendo que Giovanni se enfadase.
-¡No, no! -exclamó el soldado, advirtiendo el gesto del muchacho. Pero ya era tarde. Los dos faldones de paño azul se habían abierto un instante.
-¡Oh, Giovanni, vida mía!, ¿qué te han hecho? -tartamudeó la madre hundiendo el rostro entre las manos-. Giovanni, ¡esto es sangre!
-Tengo que irme, madre -repitió él por segunda vez con desesperada firmeza-. Ya lo he hecho esperar bastante. Hasta luego Anna, hasta luego Pietro, adiós madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi a la carrera, abrió el cancel, dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban, galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca los siglos habrían bastado a colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa, la tristeza del hijo y sobre todo quién era el misterioso individuo que paseaba arriba y abajo por el camino esperando, quién era aquel siniestro personaje tan paciente. Tan misericordioso y paciente como para acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), a fin de que pudiera saludar a su madre; de esperar tantos minutos detrás del cancel, de pie, en medio del polvo, él, señor del mundo, como un pordiosero hambriento.

viernes, 4 de abril de 2014

"La ventana abierta", de Saki

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre "¿Bertie, por qué saltas?", porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana...
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva... pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: "¿Dime, Bertie, por qué saltas?"
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

jueves, 3 de abril de 2014

"El retrato oval", de Edgar Allan Poe

El castillo en el cual mi criado se le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas frentes en medio de los Apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Me produjeron profundo interés, y quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada, en que se criticaban y analizaban.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente; las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno sobre el libro.
Pero este movimiento produjo un efecto completamente inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera. Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? No me lo expliqué al principio; pero, en tanto que mis ojos permanecieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo que se llama, en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante. Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y singular historia siguiente:
"Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que en mal hora amó al pintor y se desposó con él. Él tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, toda luz y sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido lienzo solamente por el cielo raso. El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía para todos excepto para él. Ella, no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que tanto amaba, la cual de día en día tornábase más débil y desanimada. Y, en verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una lámpara que está próxima a extinguirse. Y entonces el pintor dio los toques, y durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado. Pero un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el terror, y gritó con voz terrible: "¡En verdad, esta es la vida misma!" Se volvió bruscamente para mirar a su bien amada:¡Estaba muerta!"

jueves, 27 de marzo de 2014

"El perro y el cocodrilo", de Félix María Samaniego

Bebiendo un perro en el Nilo 
al mismo tiempo corría. 
—Bebe quieto—le decía 
un taimado cocodrilo. 
Díjole el perro prudente: 
—Dañoso es beber y andar, 
¿pero es sano el aguardar
a que me claves el diente?.
¡Oh, qué docto perro viejo!
Yo venero tu sentir
en esto de no seguir
del enemigo el consejo.

"La rana y la gallina", de Tomás de Iriarte

- LX -
La rana y la gallina
Desde su charco una parlera rana
oyó cacarear a una gallina.
-«Vaya; le dijo: no creyera, hermana,
que fueras tan incómoda vecina.
Y con toda esa bulla, ¿qué hay de nuevo?
-«Nada, sino anunciar que pongo un huevo.»
-«¿Un huevo solo? ¡Y alborotas tanto!»
-«Un huevo solo; sí, señora mía.
¿Te espantas de eso, cuando no me espanto
de oírte cómo graznas noche y día?
Yo, porque sirvo de algo, lo publico;
tú, que de nada sirves, calla el pico.»
Al que trabaja algo, puede disimulárselo que lo pregone; el que nada hace, debe callar.

"La liebre y la tortuga", de Esopo

En el mundo de los animales vivía una liebre muy orgullosa, porque ante todos decía que era la más veloz. Por eso, constantemente se reía de la lenta tortuga.
-¡Miren la tortuga! ¡Eh, tortuga, no corras tanto que te vas a cansar de ir tan de prisa! -decía la liebre riéndose de la tortuga.
Un día, conversando entre ellas, a la tortuga se le ocurrió de pronto hacerle una rara apuesta a la liebre.
-Estoy segura de poder ganarte una carrera -le dijo.
-¿A mí? -preguntó, asombrada, la liebre.
-Pues sí, a ti. Pongamos nuestra apuesta en aquella piedra y veamos quién gana la carrera.
La liebre, muy divertida, aceptó.
Todos los animales se reunieron para presenciar la carrera. Se señaló cuál iba a ser el camino y la llegada. Una vez estuvo listo, comenzó la carrera entre grandes aplausos.
Confiada en su ligereza, la liebre dejó partir a la tortuga y se quedó remoloneando. ¡Vaya si le sobraba el tiempo para ganarle a tan lerda criatura!
Luego, empezó a correr, corría veloz como el viento mientras la tortuga iba despacio, pero, eso sí, sin parar. Enseguida, la liebre se adelantó muchísimo.Se detuvo al lado del camino y se sentó a descansar.
Cuando la tortuga pasó por su lado, la liebre aprovechó para burlarse de ella una vez más. Le dejó ventaja y nuevamente emprendió su veloz marcha.
Varias veces repitió lo mismo, pero, a pesar de sus risas, la tortuga siguió caminando sin detenerse. Confiada en su velocidad, la liebre se tumbó bajo un árbol y ahí se quedó dormida.
Mientras tanto, pasito a pasito, y tan ligero como pudo, la tortuga siguió su camino hasta llegar a la meta. Cuando la liebre se despertó, corrió con todas sus fuerzas pero ya era demasiado tarde, la tortuga había ganado la carrera.
Aquel día fue muy triste para la liebre y aprendió una lección que no olvidaría jamás: No hay que burlarse jamás de los demás. También de esto debemos aprender que la pereza y el exceso de confianza pueden hacernos no alcanzar nuestros objetivos.


"La cigarra y la hormiga", de Jean de La Fontaine

Cantó la cigarra durante todo el verano, retozó y descansó, y se ufanó de su arte, y al llegar el invierno se encontró sin nada: ni una mosca, ni un gusano.
Fue entonces a llorar su hambre a la hormiga vecina, pidiéndole que le prestara de su grano hasta la llegada de la próxima estación.
– Te pagaré la deuda con sus intereses; — le dijo –antes de la cosecha, te doy mi palabra.
Mas la hormiga no es nada generosa, y este es su menor defecto. Y le preguntó a la cigarra:
– ¿ Qué hacías tú cuando el tiempo era cálido y bello ?
– Cantaba noche y día libremente — respondió la despreocupada cigarra.
– ¿ Conque cantabas ? ¡ Me gusta tu frescura ! Pues entonces ponte ahora a bailar, amiga mía.
No pases tu tiempo dedicado sólo al placer. Trabaja, y guarda de tu cosecha para los momentos de escasez.

“El espíritu de emulación”, de Fernando Sorrentino

“El espíritu de emulación”, de Fernando Sorrentino

Es bastante intenso el espíritu de emulación que existe entre los habitantes del edificio de la calle Paraguay en que vivo.

     Es cierto que durante mucho tiempo todos ellos se limitaron a rivalizar en perros, gatos, canarios o loros. El más exótico de ellos nunca fue más allá de las ardillitas o de una tortuga. Yo mismo tenía un hermoso perro de policía, que era un poco más chico que el departamento y se llamaba Josecito. Pero, además de Josecito —y esto se ignoraba—, vivía con mi mujer y conmigo una bella araña de la especie licosa pampeana.

     Una mañana, a las nueve, cuando le estaba dando de comer a mi mascota, el vecino del 7º C —a quien ni siquiera había visto nunca— vino, no sé por qué confusa razón, a pedirme el diario por un instante. Después, sin atinar a irse, se quedó un buen rato con el periódico en la mano. Contemplaba fascinado a Gertrudis, y en su mirada había algo que me hizo estremecer: era el espíritu de emulación.

     Al día siguiente me llamó para mostrarme el escorpión que acababa de comprar. En el pasillo, la mucama de los del 7º D sorprendió nuestro diálogo sobre la vida, los hábitos y la alimentación de arañas, alacranes y garrapatas. Esa misma tarde sus patrones adquirieron un cangrejo.

     Luego, durante una semana, no hubo novedad alguna. Hasta una noche en que coincidí en el ascensor con una de las vecinas del tercer piso: una joven lánguida, rubia y de mirada perdida. Llevaba un gran bolso amarillo cuyo cierre relámpago estaba parcialmente fallado: por una de las roturas se asomaba cada tanto la cabecita de un lagarto overo.

     Al mediodía siguiente, cuando regresaba del almacén, por poco no se me caen las bolsas de la mano al toparme a boca de jarro con el oso hormiguero que bajaban de un camión con destino a la portería. Uno de los tantos mirones que se habían congregado murmuró —en voz lo suficientemente alta para ser oída— que un oso hormiguero no era, en realidad, un verdadero oso. La mujer del abogado tuvo un sobresalto y corrió, trémula, a refugiarse en su departamento: sólo la vi reaparecer unos días más tarde cuando, con desdén y con la faz radiante, salió a firmar el recibo a los fleteros que acababan de traerle el oso pardo americano.

     La situación ya se me hacía insostenible. Los vecinos me negaron el saludo, el carnicero ya no me quiso fiar, todos los días recibía anónimos insultantes. Al fin, cuando mi mujer me amenazó con la separación, comprendí que no podría sobrellevar un solo día más una insignificante licosa pampeana. Desarrollé entonces una actividad sin precedentes. Pedí dinero prestado a varios amigos, hice economías indescriptibles, dejé de fumar... Así pude comprar el leopardo más maravilloso que pueda concebirse. De inmediato, el del 7º C, que no me perdía pisada, pretendió abrumarme con un jaguar. Y, aunque parezca ilógico, lo consiguió.

     Lo que más me lastima es tratar con gente que carece de sensibilidad estética, gente que no percibe la cualidad, gente meramente cuantitativa. No hubo un solo vecino que se inclinase ante la superior belleza de mi leopardo; el mayor tamaño del jaguar les había cegado el entendimiento. En seguida, todos los vecinos, azuzados por el aire jactancioso del propietario del jaguar, se dieron a la tarea de renovar sus animales. Yo debí reconocer que mi humilde leopardo ya no me proporcionaba el status de otrora.

     Ante sigilosas conversaciones que mi mujer sostenía por teléfono con un caballero anónimo, advertí que la disyuntiva era de hierro. Sin ningún remordimiento, vendí los muebles, la heladera, el lavarropas, la enceradora. Hasta vendí el televisor. Vendí, en fin, todo lo que se podía vender y compré una descomunal boa anaconda.

     Es dura la vida del pobre: sólo durante tres días fui el héroe del edificio.

     Mi anaconda rebasó todos los diques, destruyó toda mesura, echó por tierra las convenciones más respetables. En todos los departamentos fueron multiplicándose leones, tigres, gorilas, cocodrilos... Algunos hasta tenían panteras negras, esas panteras que ni siquiera posee el Jardín Zoológico. La casa entera resonaba en rugidos, aullidos, parloteos. Pasábamos las noches en vela, resultaba imposible dormir. Los olores entreverados de felinos, cuadrumanos, reptiles y rumiantes tornaban irrespirable la atmósfera. Grandes camiones traían toneladas de carne, de pescado, de vegetales. La vida en el edificio de la calle Paraguay se hizo un poco peligrosa.

     Fue una experiencia inquietante la que tuve cuando volví, después de tanto tiempo, a compartir el ascensor con la joven y lánguida vecina del tercer piso, que ahora sacaba a su tigre de Bengala a dar una vuelta a la manzana para hacer pis. Recordé el lagarto que había asomado la cabecita por la abertura del cierre relámpago. Me enternecí. ¡Qué lejos habían quedado aquellos primeros, difíciles y quijotescos tiempos de los escorpiones y de los cangrejos!

     Finalmente llegó un momento en que no se pudo confiar en nadie. El portero, ante la tensa mirada de varios copropietarios, lavó en la vereda con agua y jabón a su rinoceronte de dos cuernos, y luego —como si allí no hubiera pasado nada— lo hizo penetrar en su departamento. Esto era más de lo que estaba acostumbrado a soportar el del 5º A: unas horas más tarde subió triunfalmente las escaleras llevando de la brida a su hipopótamo.

     El edificio se halla ahora inundado y semidestruido. Me encuentro redactando este informe en la azotea, en condiciones desfavorables. Cada tanto me sobresaltan los plañideros barritos del elefante que vive con los del 7º A. Escribo con el reloj a la vista, pues, a intervalos de ocho minutos, debo guarecerme entre las ruinas de la escalera para que no estropee estas páginas el chorro de vapor que lanza la ballena azul del 7º C. Y escribo con cierta inquietud, estando, como estoy, bajo la suplicante mirada de la jirafa del 7º D, que, asomando la cabeza por sobre la tapia, no cesa ni por un segundo de pedirme galletitas.


viernes, 21 de marzo de 2014

El amenazado, de Jorge Luis Borges


                           Es el amor. Tendré que cultarme o que huir. 
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. 
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. 
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, 
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, 
la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes, 
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño? 
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo. 
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se 
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz. 
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. 
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles. 
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. 
Ya los ejércitos me cercan, las hordas. 
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.) 
El nombre de una mujer me delata. 
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

No te enamores..., Martha Rivera Garrido

No te enamores de una mujer que lee, de una mujer que siente demasiado, de una mujer que escribe... 
No te enamores de una mujer culta, maga, delirante, loca. 
No te enamores de una mujer que piensa, que sabe lo que sabe y además sabe volar; una mujer segura de sí misma. 
No te enamores de una mujer que se ríe o llora haciendo el amor, que sabe convertir en espíritu su carne; y mucho menos de una que ame la poesía (esas son las más peligrosas), o que se quede media hora contemplando una pintura y no sepa vivir sin la música. 
No te enamores de una mujer a la que le interese la política y que sea rebelde y sienta un inmenso horror por las injusticias. 
Una que no le guste para nada ver televisión. Ni de una mujer que es bella sin importar las características de su cara y de su cuerpo. No te enamores de una mujer intensa, lúdica, lúcida e irreverente. 
No quieras enamorarte de una mujer así. Porque cuando te enamoras de una mujer como esa, se quede ella contigo o no, te ame ella o no, de ella, de una mujer así, JAMÁS se regresa. 

Martha Rivera Garrido, poeta dominicana. 

Poema 20. de Pablo Neruda

POEMA 20 
Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada, 
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.» 

El viento de la noche gira en el cielo y canta. 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Yo la quise, y a veces ella también me quiso. 

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos. 
La besé tantas veces bajo el cielo infinito. 

Ella me quiso, a veces yo también la quería. 
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos. 

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. 
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido. 

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella. 
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío. 

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla. 
La noche está estrellada y ella no está conmigo. 

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos. 
Mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Como para acercarla mi mirada la busca. 
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo. 

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles. 
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise. 
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído. 

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos. 
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos. 

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero. 
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido. 

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos, 
Mi alma no se contenta con haberla perdido. 

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, 
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

Tú me quieres blanca, de Alfonsina Storni


Tú me quieres alba, 
me quieres de espumas, 
me quieres de nácar. 
Que sea azucena 
Ssbre todas, casta. 
De perfume tenue. 
Corola cerrada .

Ni un rayo de luna 
filtrado me haya. 
Ni una margarita 
se diga mi hermana. 
Tú me quieres nívea, 
tú me quieres blanca, 
tú me quieres alba. 

Tú que hubiste todas 
las copas a mano, 
de frutos y mieles 
los labios morados. 
Tú que en el banquete 
cubierto de pámpanos 
dejaste las carnes 
festejando a Baco. 
Tú que en los jardines 
negros del Engaño 
vestido de rojo 
corriste al Estrago. 

Tú que el esqueleto 
conservas intacto 
no sé todavía 
por cuáles milagros, 
me pretendes blanca 
(Dios te lo perdone), 
me pretendes casta 
(Dios te lo perdone), 
¡me pretendes alba! 

Huye hacia los bosques, 
vete a la montaña; 
límpiate la boca; 
vive en las cabañas; 
toca con las manos 
la tierra mojada; 
alimenta el cuerpo 
con raíz amarga; 
bebe de las rocas; 
duerme sobre escarcha; 
renueva tejidos 
con salitre y agua:
 
Habla con los pájaros 
y lévate al alba. 
Y cuando las carnes 
te sean tornadas, 
y cuando hayas puesto 
en ellas el alma 
que por las alcobas 
se quedó enredada, 
entonces, buen hombre, 
preténdeme blanca, 
preténdeme nívea, 
preténdeme casta.

martes, 18 de marzo de 2014

¿CUÁLES SON LAS VERDADERAS INTENCIONES DE LOS CUISES?, de Roberto Fontanarrosa

No sé si he sido claro y otros cuentos. R. Fontanarrosa

¿CUÁLES SON LAS VERDADERAS INTENCIONES DE LOS CUISES?

Mi investigación se origina, años atrás, un día viajando en auto hacia Mar del Plata, en compañía de mi
familia. Recuerdo que, de pronto, un animalejo grisáceo cruzó irresponsablemente frente a nuestro coche y
debí hacer una brusca maniobra para no atropellarlo. Ahora reflexiono y sé que mi actitud fue por demás
arriesgada, ya que en ese momento marchábamos a unos 100 kilómetros por hora, pero quedé muy
sensibilizado con los accidentes viales desde aquel día en que, con mi viejo Ford, aplasté una pelota de
goma marca Pulpo. Desde tan desdichado acontecimiento abandoné por completo la práctica del fútbol,
deporte que me apasionaba y que bien hubiese podido constituirse en mi medio de vida. El macabro suceso
con la Pulpo me impresionó de tal forma que opté por encaminar mi vida hacia la investigación etológica. ¡Y
aún no me explico cómo tuve entereza para seguir conduciendo automóviles luego de aquello! Por lo tanto,
no me arrepiento de haber salvado la vida del pequeño cuis esa tarde cuando se me cruzó en la ruta, aun a
costa de que en el vuelco que originó mi maniobra perdieran la vida mi suegra y una tía mía de avanzada
edad. La pregunta que comenzó a desvelarme desde aquel momento era: ¿Por qué el cuis arriesga su vida
cruzando un camino muy transitado cuando al otro lado de éste no ha de encontrar nada muy diferente a lo
que acaba de dejar? Simplificando, podemos decir: a un costado de la ruta el cuis tiene medio globo
terráqueo donde nacer, alimentarse, procrear y terminar sus días. No obstante eso, el pequeño conejo de
Indias decide atravesar la superficie vial aun a riesgo de su propia vida para investigar los predios del otro
lado del camino. No se trata de elefantes o de animales necesitados de espacio y que consuman alimentos
en cantidad. Está comprobado que hay cuises que subsisten en la mezquindad de pequeñas jaulas y se
alimentan con minucias. Son pequeños organismos que deberían conformarse con los ya de por sí amplios
campos en que la naturaleza los ha ubicado. Pero no es así. Ustedes los habrán visto, expectantes y
nerviosos, arracimados en los costados de la ruta, espiando entre los pajonales de las cunetas, prontos a
lanzarse sobre el pavimento procurando alcanzar el otro flanco en una suerte de ruleta rusa a todas luces
inexplicable. No son muchos los animales que reniegan tan abiertamente del lugar que les ha conferido una
equilibrada distribución natural. ¿Es acaso una falta de inteligencia lo que los lleva a eso? Permítaseme
dudar de tal aseveración. Cualquiera sabe que el cuis es el animal preferido para la investigación científica y
conozco mil casos en que estas pequeñas criaturas han colaborado eficazmente a descubrimientos
importantísimos para la humanidad. No puede hablarse entonces de ignorancia en especímenes tan
relacionados con el estudio. Mi primera inquietud se volcó hacia una temática muy zarandeada en los
estudios etológicos: el caso de especies que se suicidan. Las ballenas árticas, por ejemplo. O los leminges
nórdicos. Y allí fue donde me detuve en los leminges, ya que se trata de una especie de gran similitud con
nuestro cuis nacional. Tanta, que si un cuis desea integrarse a la colonia leminge no debe ni siquiera rendir
equivalencias. Es sabido que todos los años, en una fecha que media entre enero y noviembre, los leminges
se reúnen en un número cercano a los 70.000 y comienzan una loca carrera por los bosques hasta alcanzar
las alturas de los fiordos noruegos, desde donde se arrojan a las heladas aguas del Ártico. Esto se atribuyó,
en principio, a una tendencia suicida colectiva, quizás emparentada con una depuración natural. Sin
embargo, en el año 68, en las costas soviéticas que se hallan frente a los fiordos habitualmente empleados
por estos desdichados animalillos para lanzarse en su zambullida final, se detectó la presencia de un
leminge, en apariencia sobreviviente del holocausto. El leminge daba muestras de gran excitación y hasta
podía interpretarse que estaba contento. Se dedujo que tal vez festejaba el haber salvado la vida, pero el profesor Tapio Lappeenranta de la Universidad de Estudios Naturales de Jyväskyla (Finlandia) llegó a una
conclusión más afortunada: dicho leminge celebraba el hecho de ser el ganador de una competencia. O sea,
el tropel de leminges que año a año se abalanza como catarata incontenible por los bosques y campiñas
noruegas no lo hace con una intención suicida, sino con un sano espíritu competitivo en una justa de cross-country, que incluye el cruce a nado hasta la Rusia Comunista. El importantísimo descubrimiento mereció muy poco centimetraje en los diarios, pues se produjo el 14 de mayo de 1968, día en que, como todos sabemos, el hombre posó por vez primera sus pies en la luna.
Por lo tanto, la tendencia autodestructiva de los cuises es algo que aún está por verse. En el Centro de Ayuda al Suicida, por ejemplo, durante los largos 20 años de su funcionamiento, no se haya registrado ni un solo caso de llamados de cuises en trance de quitarse la vida.Hay asentados tres de loros, en cambio, uno de los cuales pudo ser disuadido a último momento de ingerir dos píldoras de un activo raticida.
Todo esto me conduce a pensar que los motivos que llevan a los cuises a cruzar sobre el ardiente macadam son muy otros. ¿Simple curiosidad, tal vez? Es posible, el cuis es un animal inquieto, ansioso de acumular conocimientos. Pero, a mi juicio, el impulso principal radica en las ambiciones imperiales del animalejo en cuestión. El deseo, natural al fin, de conquistar nuevas tierras, de anexar territorios. La ambición de escalar a niveles de mayor grandeza. De lograr, en el terreno militar, lo que ya tienen en el rubro científico. No nos extrañemos si, el día de mañana, la figura del cuis campea en las banderas de guerra, en los estandartes o en los escudos heráldicos. Tal vez el humilde roedor de nuestros campos esté llamado a reemplazar con su efigie a la vulgar águila o al mismo león, bestias de dudosa prosapia. ¡Quién sabe si no llegará el día en que, así como ahora mencionamos al "Oso Ruso" o al "León Inglés", seamos conocidos, por el orbe todo, como "El Cuis Americano"!

lunes, 17 de marzo de 2014

Juan Destripaterrones, de Hans Christian Andersen

Hubo una vez cierta vieja mansión de campo en la cual vivían un anciano caballero y sus dos hijos, que eran sobremanera inteligentes. Y ambos se habían propuesto casarse con la hija del Rey. Sus pretensiones se basaban en lo siguiente: la Princesa había hecho saber que aceptaría por esposo al hombre que tuviera más cosas que decir.
Los dos se tomaron una semana de preparativos, es decir, todo el tiempo deque disponían, y que por cierto era bastante dados sus conocimientos. Uno de ellos se sabía de memoria el diccionario latino, así como todos los diarios de la ciudad aparecidos en tres años y leídos hacia adelante o hacia atrás. El segundo conocía al dedillo todos los estatutos de las Corporaciones, y todo lo que debía saber un concejal, y por lo tanto se juzgaba competente para conversar sobre asuntos de Estado. Y además sabía bordar arneses, pues era muy hábil para trabajos manuales.
-Yo conquistaré a la hija del Rey -dijeron ambos a la vez, y su padre le dio a cada uno un hermoso caballo. Al que podía repetir el diccionario y los periódicos le tocó un corcel negro azabache, en tanto que al que sabía de corporaciones y bordados le correspondió otro blanco como la leche. Ambos se hungieron con aceite las comisuras de los labios para que estuvieran más flexibles.
Toda la servidumbre se reunió en el patio principal para verlos montar a caballo, y en eso estaban cuando llegó el tercer hermano, pues tres eran en realidad, sólo que nadie tomaba en cuenta al último, llamado, Juan Destripaterrones, ni le hacía cumplido alguno como a sus hermanos.
-¿Adónde vais con vuestras mejores ropas? -inquirió.
-A la corte, para obtener el favor de la Princesa. ¿No has oído las noticias que se propagan por todo el país?
Y le comunicaron las noticias.
-¡Dios nos proteja! En ese caso yo también tengo que ir -dijo Juan Destripaterrones. Y sus hermanos soltaron la carcajada y espolearon sus cabalgaduras.
-¡Padre, dadme un caballo! -rogó Juan Destripaterrones-. Yo también quiero casarme. Si la Princesa me acepta, me acepta, y si no me acepta me la llevaré lo mismo.
-¡Qué tontería! -comentó su padre-. No te daré ningún caballo. No eres capaz de decir nada que valga la pena, en tanto que tus hermanos son muchachos muy inteligentes.
-Si no me das el caballo me llevaré el chivo. Es mío, y montado en él podré ir muy bien.
Y se montó en el chivo; le aplicó un par de talonazos en los ijares y salió al galope por el camino.
-¡Allá voy! -exclamó Juan Destripaterrones dirigiéndose a sus hermanos. Y cantó hasta ponerse ronco.
Los hermanos cabalgaban en silencio. No se decían palabra porque tenían que ir acopiando las ideas que pensaban exponer más tarde, y preparar cuidadosamente sus discursos.
-¡Hola! -gritó Juan Destripaterrones-. Aquí vengo yo. ¡Ved lo que he encontrado en el camino!
Y les mostró un cuervo muerto.
-¿Y qué piensas hacer con eso, Destripaterrones? -preguntaron los dos hermanos.
-Pues dárselo a la hija del Rey.
-Sí, eso es lo que harás -afirmaron ellos, soltando ambos la carcajada.
-¡Hola! -exclamó Juan Destripaterrones-. ¡Mira lo que acabo de encontrar! No todos los días se da una cosa así en el camino.
Los dos hermanos se volvieron a ver de qué se trataba.
-Destripaterrones -dijeron-, eso no es más que un zueco viejo con la puntera rota. ¿También piensas regalarle eso a la Princesa?
-¡Claro que sí! -respondió Juan, y los dos hermanos rompieron a reír otra vez.
-¡Hola, hola! -los volvió a llamar más tarde Juan Destripaterrones-. ¡Esto sí que es maravilloso!
-¿Qué has encontrado ahora?
-¿No os parece que a la Princesa le agradará muchísimo?
-¡Vaya! -exclamaron los hermanos-. ¡Si no es más que arena de la cuneta!
-Sí; eso es. Y arena de la más fina, tanto que apenas se puede sostener en la mano.
Y Juan Destripaterrones se llenó de arena los bolsillos.
Sus hermanos siguieron cabalgando a toda la velocidad de sus caballos, y llegaron a las puertas de la ciudad una hora antes que él. Cada pretendiente de la Princesa recibía a la entrada una contraseña con el número de orden de su llegada, y luego iba a alinearse en las filas de los que esperaban; seis en cada fila, tan apretados que no podían mover los brazos. Toda la población de la ciudad se había congregado alrededor del castillo, espiando por las ventanas para ver cómo recibía la hija del Rey a sus cortejantes.
Y cada vez que uno de ellos entraba en la sala perdía la facultad de hablar.
-No sirve -comentaba la Princesa-. ¡Afuera!
Llegó el hermano que podía repetir todo el diccionario, pero mientras estaba esperando en la cola había olvidado todo lo que sabía.
El cielo raso de la sala estaba construido de espejos, lo cual hacía que el hermano mayor de Juan Destripaterrones se viera a sí mismo cabeza abajo. Junto a cada ventana se sentaban tres cronistas y un concejal, que tomaban nota de cuanto se iba diciendo, con destino a los diarios. Además, a las estufas se le había dado tanta fuerza que su parte superior estaba ya al rojo.
-Hace aquí un calor terrible -dijo el pretendiente.
-Es porque mi padre está hoy asando pollos -respondió la Princesa.
Y el hermano se quedó hecho un estúpido. No había esperado una conversación de semejante índole, y no logró idear una sola palabra que decir, precisamente en el instante en que más ingenio necesitaba.
-No sirve -dijo la hija del Rey-. ¡Afuera!
Llegó el segundo hermano.
-Hace aquí un terrible calor -comentó.
-Sí, porque estamos hoy asando pollos -repitió la Princesa.
-¿Qué... qué?... -tartamudeó el hermano. Y todos los cronistas anotaron debidamente: "¿Qué... qué?..."
-No sirve -repitió la hija del Rey-. ¡Afuera!
Entonces le tocó el turno a Juan Destripaterrones, que entró directamente montado en su chivo.
-Tienen ustedes aquí un calor asfixiante -dijo.
-Es que estamos asando pollos -dijo una vez más la hija del Rey.
-Eso me viene bien -respondió Juan Destripaterrones-, pues quizá pueda yo también asar este cuervo.
-¡Muy bien, muy bien! -dijo la Princesa-. Pero, ¿traes algo en qué asarlo? Porque no tenemos recipiente adecuado.
-Yo sí lo tengo -respondió Juan Destripaterrones-. Aquí hay una cazuela.
Y al decir esto sacó el zueco y puso el cuervo en él.
-Bien, tienes para todo un almuerzo -aprobó la Princesa-. Pero, ¿de dónde sacaremos salsa para adobarlo?
-¡Oh, yo traigo un poco en el bolsillo! Es bastante, y aún sobrará..
Y derramó un puñado de arena de su bolsillo.
-Bien, eso me agrada -concluyó la Princesa-. Tienes respuesta para todo, y aún algo que decir de tu propia cosecha. Te acepto por esposo. Pero, ¿sabes que cada palabra de la que hemos dicho ha de salir mañana en los diarios? Pues en cada ventana hay tres escribientes y un concejal, y el concejal es el peor, porque no entiende nada.
Dijo eso para asustarlo. Todos los cronistas se pusieron nerviosos y dejaron caer borrones de tinta en el piso.
-¡Ah, esos son los más instruidos! -comentó Juan Destripaterrones-. Pues voy a darle al concejal lo mejor que tengo.
Dio vuelta sus bolsillos y arrojó la arena a la cara del funcionario.
-También en eso has estado muy hábil -aprobó la Princesa-. Yo no lo podría haber hecho, pero trataré de aprender.
Y de esa manera Juan Destripaterrones llegó a ser rey, obtuvo una esposa y una corona, y se sentó en un trono. Todo eso lo sabemos por el diario del concejal, pero sobre su autenticidad no hay mucha garantía.

Lo que se dice un ídolo, de Roberto Fontanarrosa

Pedrito se apioló tarde de cómo venía la mano. Porque él podía haber sido un ídolo, un ídolo popular, desde mucho tiempo antes. Lo que pasa que el Pedro, vos viste cómo es, un tipo que se pasa de correcto, de buen tipo.
Decime vos, ocho años jugando en primera y no lo habían expulsado nunca. ¡Nunca, mi viejo nunca! Ni una expulsión ni una tarjeta amarilla aunque sea. Y mirá que liga, eh. Porque siempre fue para adelante y lo estrolaban que daba gusto. Muy respetado por los rivales, por el referí, por todos, pero le pegaban cada guadañazo que ni te cuento. y sin embargo, nunca reaccionó. mirá que más de una vez se podía haber levantado y haberle puesto un castañazo al que le había hecho el ful, o a la vuelta siguiente encajarle un codazo, pero él... nada che. Una niña. Un duque el Pedro. Claro, ¿cómo no lo iban a querer? Los contrarios, los compañeros, todos. Pero... ¿querés que te diga? No sé si era cariño, cariño. por ahí era respeto, más que nada. Respeto. ¿viste? Porque mirá que yo lo conozco al Pedro y te digo que no es un tipo demasiado fácil para acercarse, para hablar, para... ¿cómo te digo?... para que se te franquee. ¿Viste? No es un tipo que va a venir y sin que vos le preguntés nada te va a contar de algún balurdo que tiene, algún fato afectivo... no, no es de esos. Es un tipo más bien reconcentrado que, a veces, para que te cuente qué le pasa, la puta, se lo tenés que preguntar mil veces, y eso que a mí me conoce mucho.
Incluso yo a veces le decía: “No dejés que te peguen” porque me daba bronca ver cómo la ligaba y se quedaba muzarella. “No dejes que te peguen, Pedro” le decía. “Poneles una quema, meteles una buena plancha, a ver si así te van a entrar tan fuerte”.
Y me decía que no, que es muy jodido pegar siempre siendo delantero. Sí, andá a decirle al Pepe Sasía eso, andá a decirle al cordobés Willington que no se puede pegar siendo delantero. O al negro Pelé, sin ir más lejos, que tiene el record de tipos quebrados. Andá a decirle al Pepe Sasía que a los delanteros les es más difícil pegar. El Pepe te metía cada hostiazo que te arrancaba la sabiola. Le bajaba cada plancha a los fulbá que te la voglio dire. Pero al Pedro qué le iba a pedir eso. Si ni cuando se armaban esos bolonquis de todos contra todos o esos entreveros con el referí en el medio, que son ¿sabe qué? pa repartir tupido, son una uva, él se quedaba a un costado, con los bracitos en la cintura, ni se acercaba. Y en esos entreveros no hay peligro ni de que te echen, ahí te meten esos puntines en los tobillos, o te tiran del pelo, te meten los dedos en los ojos o te african un cabezazo y vale todo. Nadie vio nada. Que siga la joda. Y no era que el Pedro no se metiera de cagón, ¿eh? Porque eso sí, de cagón nunca tuvo un carajo. Un tipo que se mete en el área como se mete el Pedro, oíme, a un tipo de esos ni en pedo lo podés catalogar de cagón.
Pedro no se calentaba. Tenía eso. No se calentaba. No era un tipo que se podía calentar. Lo fajaban y se quedaba en el molde. Y la hinchada lo quería, sí, pero nada más. Cuando salía de los vestuarios, después del partido, las palmaditas, “Bien Pedro”, “Buena Pedrito”. pero ahí nomás. A veces algún cantito. O no lo puteaban demasiado cuando perdían. El Pedro siempre normal, en siete puntos, seis puntos, como diría el Flaco.
¿Sabés cuál era la cagada del Pedro? Yo lo estuve pensando. Era muy lógico. Mirá vos, era muy lógico. Nunca decía algo fuera de la lógica. Todo era, digamos, criterioso. Pensando. Lógico, todo era lógico. Me acuerdo que íbamos a jugar contra Boca, en Buenos Aires, y le preguntan qué pensaba del partido. Y él contesta que lo más probable era que perdiéramos. Que con un empate estábamos hechos. ¡Por supuesto que lo más probable cuando salís de visitante es que te hagan el hoyo, y no en cancha de Boca, en cualquiera.
Pero, viejo, qué sé yo, agrandate, decí: “les vamos a romper el culo”, “les vamos a hacer tricota”, qué sé yo. No te digo siempre, pero alguna vez, andá en ganador. No, el Pedro siempre con la justa: “La verdad que nos van a ganar”. “Si sacamos un empate estamos hechos”. “La lógica es que nos rompan el orto”.
Claro, desde un punto de vista razonable, todo lo que él decñaraba era cierto. No se le podía discutir. O cuando se perdía. Era lo mismo que cuando lo fajaban. Siempre estaba de acuerdo con el resultado. “Nos ganaron bien”, “jugando así nosotros, era lógico que nos ganaran”, “nos tendrían que haber hecho más goles”. Nunca se enojaba. Era como cuando lo fajaban los defensores. Se la bancaba siempre. Nunca ibas a leer declaraciones de que les habían afanado el partido, que los habían cagado a patadas, que les habían cagado a patadas, que les habrían cobrado un gol en offside. Nunca. ¡Te imaginás! Fue premio a la caballerosidad deportiva como mil veces.
Y cuando se armó la primera vez este fato con la mina ésa, también. Porque tampoco el Pedro era un tipo que le podías buscar una fulería en su vida privada.
Padres macanudos, ningún problema con los viejos, y la Isabel, la noviecita de toda la vida. Y pará de contar. Ni jodas, ni calavereadas, ni un chancletazo por ahí. Nada. Fue cuando le inventaron el fato ese con la Mirna Clay, la cabaretera esa. ¡Mirá vos! Justamente a Pedro venirle a inventar que se encamaba con esa mina. Al Pedro, que la Isabelita lo tenía más marcado que los fulbás contrarios. Y además, ni falta hacía marcarlo, porque para eso era un nabo. Pero vos viste que hay periodistas que ya no saben qué carajo inventar y armaron todo el verso ese de que el Pedro andaba con la Mirna Clay. ¡El quilombo que se armó! ¡Para qué! El Pedro, ahí sí, fue a la revista, chilló, tiró la bronca y los ñatos de la revista pegaron marcha atrás y desmintieron todo. Que habían sido rumores, que eran todas mulas, en fin. La cosa que el Pedro se quedó tranquilo. Y fijate que ahí yo estuve a ponto pero a punto de decirle algo, pero me callé la boca.
Dijo: “callate Negro, que por ahí la embarrás” y me callé bien la boca. Yo los conozco mucho a los viejos, a la Isabelita, ¿sabés? y preferí quedarme en el molde.
Pero mirá vos, para el tiempo, y esta otra revista empieza con la misma milonga. Con otra mina pero con la misma milonga. Ahora con la loca ésta, la Ivonne Babette, pero con el mismo verso. Que los habían visto juntos, que parecía que el Pedrito se la movía, que qué sé yo. Para colmo la mina ésta que debe ser más rápida... una luz la mina... agarró el bochín y empezó con que estaban perdidamente enamorados, que Pedro era el único amor de su vida, en fin. Se ve que armaron el estofado a partir de esa foto que salió cuando el equipo tenía que viajar a Perú y les sacaron una foto en el aeropuerto cuando justo estaba la reventada ésta que también viajaba en el mismo avión.
Para colmo la mina sale al lado de Pedro. Eran como mil en la delegación pero dio la puta casualidad que esta mina sale junto al Pedro. Y se ve que ahí armaron el estofado. Qua a la mina le viene macanudo, mirá qué novedad.
Y ahí sí, lo agarré al Pedro y le dije: “Pedrito, no hagás declaraciones. No digás ni desmientas nada. Quedate chanta, haceme caso”. Lo corrí un poco con el verso de que él no podía prestarse a ese escándalo, que él tenía que mantenerse por sobre toda esa suciedad, que no tenía que prestarse siquiera a hablar del asunto. Que ya bastante se había ensuciado antes con el balurdo anterior con la Mirna Clay. Y el Pedro me hizo caso. Lo llamaban de los diarios y él decía que no iba a hablar del asunto. Que no insistieran. Y los periodistas, que son lerdos también, se agarraron de eso que “el que calla otorga”. Y dieron el caso como comprobado. Hasta diarios más serios hablaron del caso del Pedro con esta mina. Y la mina ¡para qué te cuento! inventó cualquier boludez para darle manija al asunto. Cuando el Pedro quiso parar la cosa, ya era demasiado grande y tuvo que quedarse en el molde.
Eso habrá durado un par de semanas. La Isabelita se enojó con el Pedro y casi lo manda a la mierda, los diarios dijeron que esa pelota confirmaba el enganche del Pedro con la Babette ésta, en fin, un quilombo impresionante.
Al domingo siguiente, tenían que jugar en buenos Aires un partido chivo contra Vélez. Y al Pedro lo marca Carpani, un hijo de mil putas que le pega hasta a la madre y este Carpani lo empieza a cargar. Le decía: “¡Qué mierda te vas a voltear vos a esa mina, si vos en tu vida te volteaste ninguna!”, “ya que sos tan macho animate a entrar al área que te voy a romper la gamba en cuatro pedazos”, esas cosas. Y le tocaba el culo. Al final el Pedro, mirá como estaría, le pegó semejante roscazo que le arruinó la jeta. Le puso una quema en medio de la trucha que lo sentó de culo en el punto del penal. ¡Te imaginás lo que fue eso! Que al terrible Carpani, el choma que se comía los pibes crudos, el patrón del área, le pusieran semejante hostia en la propia cancha de Vélez, en el Fortín de Villa Luro. Lo tuvieron que sacar en camilla porque quedó boludo como media hora. Y a Pedro, más bien, tarjeta roja y a los vestuarios. Por primera vez en la vida. pero después me contaba, los de Vélez lo miraban pasar para las duchas y no decían nada, lo miraban nomás. Hasta hubo uno que le dio la mano.
Le dieron pocos partidos. Y volvió en cancha nuestra, contra la lepra. Y ahí se confirmó mi teoría. Era un mundo de gente. Muchos habían ido por el partido, pero muchos habían ido para verlo al Pedro. ¡Y cuando entró... se venía abajo la tribuna, mi viejo! “Y coja, y coja, y coja Pedro, coja” cantaban los negros. Era una locura. “Y pegue, y pegue, y pegue Pedro pegue”. Como será que hasta el Pedro se emocioná y se apartó y se apartó de los muchachos para saludar a la hinchada con los dos brazos en alto. Una locura. Ahí empezó a ser ídolo. Ahí empezó. Aunque no me lo reconozca porque nunca volvió a darme demasiada perfecto, viejo. Si no tenés ninguna fulería, si no te han cazado en ningún renuncio... ¿Cómo mierda la gente se va a sentir identificada con vos? ¿Qué tenés en común con los monos de la tribuna? No, mi viejo. Decí que el Pedrito se apioló tarde de cómo viene la mano.