lunes, 17 de marzo de 2014

Juan Destripaterrones, de Hans Christian Andersen

Hubo una vez cierta vieja mansión de campo en la cual vivían un anciano caballero y sus dos hijos, que eran sobremanera inteligentes. Y ambos se habían propuesto casarse con la hija del Rey. Sus pretensiones se basaban en lo siguiente: la Princesa había hecho saber que aceptaría por esposo al hombre que tuviera más cosas que decir.
Los dos se tomaron una semana de preparativos, es decir, todo el tiempo deque disponían, y que por cierto era bastante dados sus conocimientos. Uno de ellos se sabía de memoria el diccionario latino, así como todos los diarios de la ciudad aparecidos en tres años y leídos hacia adelante o hacia atrás. El segundo conocía al dedillo todos los estatutos de las Corporaciones, y todo lo que debía saber un concejal, y por lo tanto se juzgaba competente para conversar sobre asuntos de Estado. Y además sabía bordar arneses, pues era muy hábil para trabajos manuales.
-Yo conquistaré a la hija del Rey -dijeron ambos a la vez, y su padre le dio a cada uno un hermoso caballo. Al que podía repetir el diccionario y los periódicos le tocó un corcel negro azabache, en tanto que al que sabía de corporaciones y bordados le correspondió otro blanco como la leche. Ambos se hungieron con aceite las comisuras de los labios para que estuvieran más flexibles.
Toda la servidumbre se reunió en el patio principal para verlos montar a caballo, y en eso estaban cuando llegó el tercer hermano, pues tres eran en realidad, sólo que nadie tomaba en cuenta al último, llamado, Juan Destripaterrones, ni le hacía cumplido alguno como a sus hermanos.
-¿Adónde vais con vuestras mejores ropas? -inquirió.
-A la corte, para obtener el favor de la Princesa. ¿No has oído las noticias que se propagan por todo el país?
Y le comunicaron las noticias.
-¡Dios nos proteja! En ese caso yo también tengo que ir -dijo Juan Destripaterrones. Y sus hermanos soltaron la carcajada y espolearon sus cabalgaduras.
-¡Padre, dadme un caballo! -rogó Juan Destripaterrones-. Yo también quiero casarme. Si la Princesa me acepta, me acepta, y si no me acepta me la llevaré lo mismo.
-¡Qué tontería! -comentó su padre-. No te daré ningún caballo. No eres capaz de decir nada que valga la pena, en tanto que tus hermanos son muchachos muy inteligentes.
-Si no me das el caballo me llevaré el chivo. Es mío, y montado en él podré ir muy bien.
Y se montó en el chivo; le aplicó un par de talonazos en los ijares y salió al galope por el camino.
-¡Allá voy! -exclamó Juan Destripaterrones dirigiéndose a sus hermanos. Y cantó hasta ponerse ronco.
Los hermanos cabalgaban en silencio. No se decían palabra porque tenían que ir acopiando las ideas que pensaban exponer más tarde, y preparar cuidadosamente sus discursos.
-¡Hola! -gritó Juan Destripaterrones-. Aquí vengo yo. ¡Ved lo que he encontrado en el camino!
Y les mostró un cuervo muerto.
-¿Y qué piensas hacer con eso, Destripaterrones? -preguntaron los dos hermanos.
-Pues dárselo a la hija del Rey.
-Sí, eso es lo que harás -afirmaron ellos, soltando ambos la carcajada.
-¡Hola! -exclamó Juan Destripaterrones-. ¡Mira lo que acabo de encontrar! No todos los días se da una cosa así en el camino.
Los dos hermanos se volvieron a ver de qué se trataba.
-Destripaterrones -dijeron-, eso no es más que un zueco viejo con la puntera rota. ¿También piensas regalarle eso a la Princesa?
-¡Claro que sí! -respondió Juan, y los dos hermanos rompieron a reír otra vez.
-¡Hola, hola! -los volvió a llamar más tarde Juan Destripaterrones-. ¡Esto sí que es maravilloso!
-¿Qué has encontrado ahora?
-¿No os parece que a la Princesa le agradará muchísimo?
-¡Vaya! -exclamaron los hermanos-. ¡Si no es más que arena de la cuneta!
-Sí; eso es. Y arena de la más fina, tanto que apenas se puede sostener en la mano.
Y Juan Destripaterrones se llenó de arena los bolsillos.
Sus hermanos siguieron cabalgando a toda la velocidad de sus caballos, y llegaron a las puertas de la ciudad una hora antes que él. Cada pretendiente de la Princesa recibía a la entrada una contraseña con el número de orden de su llegada, y luego iba a alinearse en las filas de los que esperaban; seis en cada fila, tan apretados que no podían mover los brazos. Toda la población de la ciudad se había congregado alrededor del castillo, espiando por las ventanas para ver cómo recibía la hija del Rey a sus cortejantes.
Y cada vez que uno de ellos entraba en la sala perdía la facultad de hablar.
-No sirve -comentaba la Princesa-. ¡Afuera!
Llegó el hermano que podía repetir todo el diccionario, pero mientras estaba esperando en la cola había olvidado todo lo que sabía.
El cielo raso de la sala estaba construido de espejos, lo cual hacía que el hermano mayor de Juan Destripaterrones se viera a sí mismo cabeza abajo. Junto a cada ventana se sentaban tres cronistas y un concejal, que tomaban nota de cuanto se iba diciendo, con destino a los diarios. Además, a las estufas se le había dado tanta fuerza que su parte superior estaba ya al rojo.
-Hace aquí un calor terrible -dijo el pretendiente.
-Es porque mi padre está hoy asando pollos -respondió la Princesa.
Y el hermano se quedó hecho un estúpido. No había esperado una conversación de semejante índole, y no logró idear una sola palabra que decir, precisamente en el instante en que más ingenio necesitaba.
-No sirve -dijo la hija del Rey-. ¡Afuera!
Llegó el segundo hermano.
-Hace aquí un terrible calor -comentó.
-Sí, porque estamos hoy asando pollos -repitió la Princesa.
-¿Qué... qué?... -tartamudeó el hermano. Y todos los cronistas anotaron debidamente: "¿Qué... qué?..."
-No sirve -repitió la hija del Rey-. ¡Afuera!
Entonces le tocó el turno a Juan Destripaterrones, que entró directamente montado en su chivo.
-Tienen ustedes aquí un calor asfixiante -dijo.
-Es que estamos asando pollos -dijo una vez más la hija del Rey.
-Eso me viene bien -respondió Juan Destripaterrones-, pues quizá pueda yo también asar este cuervo.
-¡Muy bien, muy bien! -dijo la Princesa-. Pero, ¿traes algo en qué asarlo? Porque no tenemos recipiente adecuado.
-Yo sí lo tengo -respondió Juan Destripaterrones-. Aquí hay una cazuela.
Y al decir esto sacó el zueco y puso el cuervo en él.
-Bien, tienes para todo un almuerzo -aprobó la Princesa-. Pero, ¿de dónde sacaremos salsa para adobarlo?
-¡Oh, yo traigo un poco en el bolsillo! Es bastante, y aún sobrará..
Y derramó un puñado de arena de su bolsillo.
-Bien, eso me agrada -concluyó la Princesa-. Tienes respuesta para todo, y aún algo que decir de tu propia cosecha. Te acepto por esposo. Pero, ¿sabes que cada palabra de la que hemos dicho ha de salir mañana en los diarios? Pues en cada ventana hay tres escribientes y un concejal, y el concejal es el peor, porque no entiende nada.
Dijo eso para asustarlo. Todos los cronistas se pusieron nerviosos y dejaron caer borrones de tinta en el piso.
-¡Ah, esos son los más instruidos! -comentó Juan Destripaterrones-. Pues voy a darle al concejal lo mejor que tengo.
Dio vuelta sus bolsillos y arrojó la arena a la cara del funcionario.
-También en eso has estado muy hábil -aprobó la Princesa-. Yo no lo podría haber hecho, pero trataré de aprender.
Y de esa manera Juan Destripaterrones llegó a ser rey, obtuvo una esposa y una corona, y se sentó en un trono. Todo eso lo sabemos por el diario del concejal, pero sobre su autenticidad no hay mucha garantía.

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