domingo, 22 de agosto de 2010

Algo de Dalmiro Sáenz (ALGUIEN EN ALGÚN LADO)

Algo más para leer. A este autor lo acabo de conocer. Lo escuché narrado por Alejandro Apo y me encantó.
Recomiendo el programa de este locutor. Su programa va por radio Nacional AM 870 de 15 a 17 hs.
Se puede encontrar en el libro titulado Treinta treinta... A disfrutarlo!


ALGUIEN EN ALGÚN LADO

Por esa calle que corta Montes de Oca al mil y pico y corre hacia Dock Sur dejando a sus cos­tados un tendal de casas encaramadas sobre veredas altas, y que después, al llegar al Ria­chuelo, se abre en ese empedrado desparejo en donde de tanto en tanto crece algo de pasto como un símbolo de la postrer rebeldía de una pampa vencida, aplastada, oculta y ya ni siquie­ra olvidada -camina Juanjo. 
Camina despacio, como si se alejase sobre una distancia ya pisoteada por el desdén y la cos­tumbre, pero en realidad está cada vez más cer­ca de algún lado, que no es ese corralón de puer­tas de fierro en donde se ha detenido mientras suelta uno tras otro los botones del saco, ni tam­poco es esa otra casa que él ni siquiera ha mi­rado al seguir caminando con el saco abierto sobre la cintura, de donde asoma la culata de un Eibar 38 de caño recortado y que unos ins­tantes más tarde después de abrir una puerta y atravesar un patio y empujar otra puerta, llevará en su mano apuntando hacia adelante y el dedo curvado y alerta sobre la cola del dispa­rador.
-Andás de pesada muchacho -le dijo el hom­bre sin sacar los ojos del arma que lo apuntaba. -Sí, don Alejandro -contestó Juanjo.
-No estoy calzado -volvió a hablar el hombre señalando su cuerpo desarmado.
-¿Para quién trabajás, para Boglietti?
-Sí, don Alejandro.
-Yo te puedo pagar mucho más que Boglietti. ¿No querés trabajar para mí? -Sí, don Alejandro, después.
-¿Después de qué?
-Tengo que pegarle una biaba, me pagaron por adelantado.
Subió el brazo entonces, en un velocísimo mo­vimiento y golpeó varias veces con su revólver la cara que retrocedía, al principio pálida, des­pués sangrante, después parcialmente cubierta por las manos empapadas, que ahora bajaban ha­cia el bajo vientre tan dolorido, que cuando el zapato de Juanjo volvió a golpear ya el hombre había caído hincado balbuceando Insultos, que pronto se acallaron cuando la boca quedó con­tra el suelo como susurrando a la tierra la con­fidencia inútil de su odio.
Juanjo le abrió la mano sobre las baldosas del piso y luego machacó con el taco los dedos abiertos, después tomó el otro brazo que se ex­tendía dócil a lo largo del cuerpo sin concien­cia y lo dobló hacia atrás hasta el crujido.
Parado ahora junto al trabajo terminado, miró su propia violencia sobre las posiciones dispersas, del hombre que al día siguiente tam­bién miraría, pero ahora ordenado por las ma­nos cuya hacendosa, indiferente y mecánica ac­tividad, desplegada sobre la camilla y bajo las luces del hospital, habían tapado con yesos y con vendas no sólo ese desorden ya destruido sino también la espera del retorno de la forma, mientras la voz del hombre, que desde ese mo­mento ya era su patrón, hablaba con dificultad desde la almohada:
-Ya sabés Juanjo, quiero que sea hoy mismo me lo buscás a Boglietti y le hacés el doble de lo que me hiciste a mí.
-Sí don Alejandro -dijo Juanjo.
Había nacido Juanjo hacía más de veinte años, en algún lugar en donde el campo ya no era más campo y la ciudad todavía no era ciudad, en esa franja en donde el tiempo lento de las distancias lentas parecía titubear ante ese tiempo que avanzaba apresurado sobre el asfal­to y el empedrado de las primeras calles, y que los hombres como él, recién venidos de otro tiempo, habían asimilado con las manos alertas, dependientes de esas cinturas algo quebradas por el caballo que nunca montaron, y por el cuchi­llo que todavía llevaban como un derecho traído de hacía mucho, y por el revólver también lleva­do como un deber adquirido recién hacía poco.
Creció en ese rancho de chapas acanaladas, frente a los charcos de agua sucia alborotados durante el día por sus pedradas violentas, y que a la noche, algunas veces, cuando la luna los convertía en superficies de acero, templado co­mo los hombres también templados por esa mis­ma noche, Juanjo demoraba su sueño ante sus sueños.
Crecía como algo arisco, cobrizo y sin moti­vo, mientras merodeaba por los recodos de una vida enmarañada y áspera como él mismo. A los quince años lo tajeó al colorado Remondegui tras el veintiocho de un envido que hacía insuficiente el veintisiete que no soltó de la ma­no hasta después, ya en la calle, corriendo en la oscuridad, dejando atrás la sangre que goteaba del antebrazo y empapaba la mano que él había detenido en su trayecto a esa daga en el chaleco ahora tan inútil como ese cinco de copas y ese tres también de copas volcados sobre la mesa también volcada.
N o fue su primera sangre, pero sí su primera sangre castigada y desde ese trueque de violen­cia aceptó para siempre el intercambio de un precio que él intuía estipulado de muy lejos.
Más tarde empezó a alquilar su brazo y la órbita de su brazo y su tiempo y su presencia preventiva o vengadora y el temor a su revólver y a su cuchillo.
Ahora tenía un nuevo patrón y los “sí, don Alejandro” casi siempre eran precursores de algún dolor, que alguien en algún lado sufri­ría, mientras él -Juanjo para todos- cobraría los billetes equivalentes a ese derroche imper­sonal y eficiente de su fuerza contenida.
Un día la conoció, como algo suave y distinto demorado en sus ojos que habían demorado los otros ojos, marrones al principio y después tam­bién marrones, con algo despavorido y alerta como las gamas que nunca había boleado ni si­quiera visto o como la tierra levantada de la tierra por sus pasos sin rumbo sobre la tierra.
Casi no hablaron ese primer día y lo poco que dijeron fueron frases gastadas, ya dichas, ya es­cuchadas, como parte de un idioma extranjero de tan propio.
-Soy medio bruto para lo libro -dijo él, por­que ella le había dicho: “La patrona de mi hermana tiene una pared llena de libros.”
Después se callaban y no pensaban ni en la patrona, ni en la hermana, ni en la pared tapada por los libros, como si las palabras no tuviesen otra función que la de sostener la endeble ar­mazón de otros pensamientos, ajenos a los pen­samientos, que habían provocado esas palabras, que brotaban ahora, independientes de ellos mis­mos, como un hambre antigua no saciada que los precedía.
-¿Viste?
-Sí.  
Y se encontraban entonces, mirandose descon­certados, como si el escamoteo de todo lo no dicho fuese parte de esa eterna economía, de ese ahorro que la imagen impone a las palabras. Entonces se besaban, recién entonces.
La primera mentira que él le dijo fue que trabajaba en el puerto, después que ella le dijera:
-Pero para casarnos cómo vamos a hacer.
Y él siguió mintiendo, sin saber que no men­tía, porque los hombres son más lo que quieren ser que lo que son, mientras ella, con su mano dentro de la de él lo miraba desde el fondo de su confianza, mientras él, Juanjo, el hombre que era, miraba sin saberlo a ese hombre que pudo haber sido.
-Juanjo.
-¿Qué?
-Esta noche vení a casa.
-¿Para qué?
-Quiero que te conozcan.
-¿Quién?
-Todos, papá, mamá.
-Me vaya casar -dijo Juanjo una hora más tarde y don Alejandro lo escuchaba.
-¿Con quién?
Y ahora estaban los dos hablando como ese primer día, unidos ambos por una circunstancia ajena a ellos mismos, y cuando Juanjo dijo:
-No vaya trabajar nunca más en esto.
Don Alejandro contestó:
-Escuchame.
-Sí don Alejandro.
-Hace cuatro años que trabajás para mí, ¿no? Nunca te fallé, ¿no? Con la cana nunca tuviste problema, ¿no? Te pagué todos tus traba­jos, ¿no?
-Sí don Alejandro.
-Y me vas a dejar ahora, así, sin tiempo para buscarme otro, ¿eh?
Después sonrió y la mano aquella que desde hacía cuatro años se había movido ante los ojos de Juanjo en un único trayecto que empezaba en su bolsillo y terminaba unos cuantos centí­metros delante de él, con uno o dos billetes en­tre sus dedos, ahora estaba sobre su hombro co­mo algo muy cansado y tal vez triste.
-Andá nomás muchacho.
-Sí don Alejandro.
-Pero antes tenés que hacerme un trabajo.
-¿ Un trabajo?
-Sí el último. Tenés que darle la salsa a uno. Hoy mismo, ¿podés?
--Sí don Alejandro, y no se lo voy a cobrar.
-Es uno que trabaja en el frigorífico. Te voy  a dar la foto del carnet del sindicato. Lo vas a ubicar fácil, es un viejo, le decís que yo tengo que verlo y te lo llevás al galpón y ahí se la das.
-Sí don Alejandro.
El viejo titubeó un poco antes de entrar al galpón, con la sospecha no sólo en la cara sino también en los pies que se detuvieron y en las manos que se apoyaron asustadas en el marco de la puerta. Pero el empujón lo hizo avanzar y cuando balbuceó “Eh ... que ...”, ya estaba en el suelo sangrando por la ceja.
Cuando Juanjo terminó, todavía volvió a pa­tear le un poco más la cara como un artesano dando unos toques gratuitos al finalizar una obra. Después lo dio vuelta y pensó en don Ale­jandro y en la mano que todavía le parecía sen­tir sobre su hombro, entonces volvió a patear la cara del viejo y miró agradecido al incons­ciente testigo de ese sentimiento nuevo que lo invadía.
Ahora caminaba, bordeando el Riachuelo, es­perando la noche, saboreando el sonido que sus mismos pasos producían sobre los muelles mien­tras su sombra se extendía a veces sobre el agua. Después se detuvo y dejó caer primero el revól­ver y después el cuchillo, y se quedó mirando los círculos que las ondas formaban sobre la su­perficie, como si fuesen muchos algas huyendo hacia la nada y cuando las ondas fueron nueva­mente superficie, Juanjo siguió caminando ha­cia sí mismo.
Ella lo esperaba en la puerta y se abrazaron como apretando una felicidad usurpada de ellos mismos.
Una hora después sentados ya solos en la sala ella le dijo:
-A mamá le gustaste, la conozco.
-¿Y tu padre?
-No sé, ya tendría que estar, trabaja en el frigorífico.
Cuando sonó el teléfono, ya la cara de él se había endurecido. Una sonrisa triste le tironeó en la cara, como una cicatriz que desde ese mo­mento llevaría como profanando el dolor de ha­ber nacido.
-...qué?...sí!...en que hospital? Sí... sí voy para allá.
Cuando ella cortó ya el cuarto estaba vacío.
Por la calle Juanjo seguía caminando hacia un destino, se detuvo un momento y al respirar hon­do la noche entró en su cuerpo para siempre. Después siguió caminando alejándose de lo que no había sido y de las palabras que nunca llegó a oír.
-Sí mamá, recién hablaron, está en el hos­pital, creen que puede ser apendicitis.

Dalmiro Sáenz

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